Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

viernes, 7 de mayo de 2010

Mi pequeño homenaje a ese programa insustituible de RNE3 "la ciudad invisible"

Hoy no forzaré la máquina. Recogeré las velas y me abandonaré a la suerte que dicten las electromagnéticas corrientes de esta procelosa mar cibernética. Surcar así las aguas del espacio-tiempo me inunda de una extraña y placentera sensación.
Navegar, dejándote llevar, cuando todo está en calma; sobre el océano nocturno que mece las almas nómadas, como la mía, cerrar los ojos e imaginar que vuelas sobre los siete mares, atravesando continentes y países, surcando un conglomerado de nubes infinito… Tal es el privilegio de los exploradores del intangible éter del ciberespacio: flotar como cometas liberadas en lo insostenible y tener como único aliado a lo imposible en esta incierta pero apasionante singladura hacia la nada.
Si no fuera por este placentero “dejarte llevar” mi perspectiva de la realidad nunca sufriría cambios. Gracias a los dioses mi espíritu errante traslada mi pensamiento sobre imágenes que provienen de acontecimientos no muy lejanos, pantalla a pantalla el mundo que refleja el monitor me descubre nuevos horizontes. Historias que me hacen revivir en otros lugares y en otros paisajes que nunca fueron mejores, tan solo diferentes. Pego un golpe de ratón y cambio el rumbo. Los recuerdos no son buenos consejeros aunque a veces sea necesario mirar por el espejo retrovisor de nuestra propia historia. Pero no quiero remover el pasado y encontrarme envuelto en aguas turbias e innavegables, prefiero seguir columpiándome sobre las eléctricas crestas de las olas de esta procelosa mar cibernética.
Son tantos los días que llevo buscando no sé qué (y es precisamente eso lo que más me empuja a seguir), que ni utilizando a modo de ábaco los dedos de las manos y los dedos de los pies, me salen los cálculos de cuánto tiempo llevo embarcado en este espacio errante, buscando mi anhelada quimera… Pero el paso de los años se deja notar y los callos en las palmas y en los talones, las arrugas en la piel, y sobre todo en el rostro, y mis vista más que cansada, dan cuenta de todo lo que llevo bregando en pos de lo incierto. Aunque mi corazón sigue latiendo a mil por hora, bombeando mis esperanzas, mi pasión y ardiendo con la misma fogosidad de siempre. No se ha templado ni un poquito, ya que el aire aviva el ímpetu verdadero y extingue el falso.
Para esta nave y su tripulación (que soy yo mismo) sigue existiendo algo sensual en esta singladura, aunque sólo sea por la atracción que marcan los polos y guían la aguja de nuestra rosa de los vientos. Todo responde a un cortejo entre los dos, y en ese juego peligroso, nadie puede quedarse frío. Así que la tibieza con la que otros puedan surcar estas aguas cibernéticas en una cuenta atrás sin fecha establecida, no es cosa mía.
Una vez más disuado al sol y pongo la mano en mi frente para otear el horizonte, y sé que llegará el día en el que brinque y mi otra mano señale por fin el paradero de aquello que con una ansia inusitada continuo buscando y , creo, nunca dejaré de querer y anhelar como un “Don Juan” en plena adolescencia. Aquella por la que tantos han dejado todo y no se arrepienten de haberse enrolado en la aventura más gratificante para el alma y para el cuerpo que no es otra que la búsqueda incansable de la belleza invisible…


martes, 4 de mayo de 2010

Fútbol en la calle.


Cuando acompaño a mi hijo de 11 años a los entrenamientos o a los partidos de futbol 7 envidio no solo su edad y lo que esto conlleva; agilidad, resistencia, motivación, espíritu de superación, alegría; sino también el terreno donde práctica este maravilloso deporte. Si los campos donde yo jugué eran de asfalto, arena y barro, salpicados de piedras y agujeros, donde juegan los niños de ahora son de hierba artificial y con porterías de “verdad” en vez de un par de pedruscos. Como cambian las cosas -que en este caso para mejor es una obviedad- pero lo que creo se ha perdido por el camino –y lo digo con la nostalgia que produce los años transcurridos- es ese “toque” romántico cargado de compañerismo y profunda amistad que imbuía a todos los que formábamos parte de un determinado equipo de barrio. Sin entrenador ni entrenamientos, sin estrategia alguna y, sobre todo, sin reglas nos jugábamos tan solo el orgullo y la posible vergüenza que producía la derrota, que para nosotros era como si nos jugáramos la vida.Partidos que podían durar una eternidad pues se sabía cuando comenzaban pero nunca cuando terminaban. Recuerdo algunos que se daban por finalizados cuando ya no había luz y se hacía imposible ver con claridad la pelota –casi siempre de goma, rara vez de “reglamento”-. Eso algunas veces, otras, las menos, todo hay que decirlo, acababan cuando el dueño de la pelota se tenía que ir a casa antes que el resto o cuando se producía algún conflicto o disputa que hacía imposible seguir jugando si se quería evitar que la “sangre llegara al río”.Como disfrutábamos con estos partidos. A veces era entre varios amiguetes del barrio, unos contra otros haciendo una selección de “a pares o nones” o a “pies”, donde los capitanes iban eligiendo a los jugadores de uno u otro equipo. En otras ocasiones buscábamos contrincantes en otros barrios próximos, eligiendo como terreno para la disputa parterres cercanos –el campo de los militares (actualmente la Universidad Carlos III) o el campo de la Rabia (Getafe Norte)- donde acudíamos como “pequeños regimientos militares” en busca de la victoria y, por qué no, de la gloria. Porque vencer producía un placer inigualable, una sensación difícil de explicar pero que transmitía un cosquilleo y una felicidad indescriptible. Como soldados acudíamos al partido y como soldados regresábamos del mismo, si vencíamos éramos los colegas más afortunados y felices del mundo y si perdíamos pues… cabezas bajas, disgusto para lo que restaba del día y vergüenza y sensación de cierta humillación, aunque tuviéramos la completa seguridad de que quizás otro día la victoria sería nuestra. Eso sí, los mosqueos por la derrota duraban solamente hasta el día siguiente, que seguro encontraríamos la manera de olvidarlo todo volviendo a jugar al futbol de calle...