Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

lunes, 25 de abril de 2011

Mi particular penitencia.



Se acabó el tiempo de penitencia, se acabaron por fin las procesiones y con ellas la insoportable música militar de tambores, la benemérita, los militares, las peinetas, el luto, los políticos en cabeza rindiendo pleitesía a las cruces, a los crucificados, a las vírgenes y a todos los santos. Se acabó, por fin, la única verdadera persecución a la religión católica: la de los miles, que digo miles, millones de fieles y devotos creyentes (y no tanto) que siguen (persiguen), contemplan, aplauden y hasta lloran al paso de los pasos. Mientras, los que no lo somos, soportamos como las calles de nuestras ciudades son tomadas por estas muchedumbres narcotizadas por la peor de las drogas: la de la fe ciega. Si eso no son privilegios que baje su dios y lo vea. En fin, en estos días de tanta pasión mística yo me agarré a otro tipo de "misticismo": el de la sabiduría milenaria del Tao te ching, del maestro y sabio Lao Tse. Toda una alegoría cargada de sencillez y de sabiduría milenaria donde se expresa el amor al momento presente frente a la ambición por el futuro, la compasión frente a la ira. Un perfume cuyo aroma me llena de paz y de calma en estos tiempos tan confusos y convulsos.

El Tao no es un libro de religión, ni de filosofía o ética, es más bien una obra de sabiduría perenne que abarca y trasciende sobre cualquiera de estos conceptos y que suavemente coloca, a quien se asoma en sus páginas, justo al borde del abismo del conocimiento. En sus páginas encontré el efecto balsámico que necesitaba para estos días además de poder comprobar, una vez más, como los sabios de antaño y en particular, el maestro Lao Tse, tenían razón en sus análisis de entonces y que bien valen para comprender y responder a los grandes problemas del ahora. El mundo cambia pero los problemas siguen siendo los mismos por lo tanto también sus posibles soluciones. Y resulta increíble comprobar cómo en un puñado de enseñanzas tan sencillas como las que se plasman en el Tao se pueden encontrar tantas respuestas. Porque en un librito escrito 500 años antes de la era cristiana se describe con asombrosa exactitud lo que está pasando hoy en día, que no está muy lejos de ser lo que pasaba entonces y lo que ha venido pasando a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Por ejemplo, pensando en la actual crisis podemos leer lo siguiente: “cuando los ricos especuladores prosperan, mientras los granjeros se arruinan. Cuando los gobernantes dilapidan en armas en vez de en salud. Cuando la clase alta es extravagante e irresponsable mientras los pobres no tienen a dónde ir. Todo ello es latrocinio y caos” es como estar leyendo un certero análisis de lo que está pasando, y si seguimos leyendo nos da hasta las posibles soluciones cuando leo “abandono la economía y la gente se torna próspera. Si los impuestos son excesivos, la gente pasa hambre. Si el gobierno se entromete en demasía, la gente pierde su espíritu. Actúa en beneficio de las gentes. Confía en ellas. Déjalas solas". No se puede ser más certero en el análisis.

Y en un mundo donde la religión está llena de fanatismo y donde las armas son las razones que se imponen sobre la voluntad de los pueblos, el maestro dice: “Abandono la religión y la gente se torna serena. Cuantas más armas tengas, menos segura estará la gente”.

Leer el Tao y a la vez reflexionar sobre la infame realidad que nos envuelve día a día es encontrar una pequeña veta por la que fluye una luz que ilumina cada paso que damos, cada idea que escrudiñamos, por eso pienso que debería ser de obligada lectura para los políticos que nos gobiernan con la misma estupidez y desprecio con la que les correspondemos los gobernados, pues tanta culpa tienen ellos como nosotros. Vaya el siguiente párrafo del Tao para comprender cuanto se puede decir con tan poco y poner fin hasta entrada que pone fin, también, a estas mis cortas pero aprovechadas vacaciones:

“Todos los ríos fluyen al mar porque el mar está más abajo de ellos. La humildad le otorga su poder. Si quieres gobernar a la gente, sitúate debajo de ella. Si quieres dirigir a la gente, debes a aprender a seguirla… “.

Saludos desde la Inopia, lugar libre de procesiones y al que siempre cabe recurrir cuando se necesitan y no se tienen las tan necesitadas vacaciones.

viernes, 15 de abril de 2011

El señor Bretaños.


Sin ti nada emerge a las divinas riberas de la luz, y no hay sin ti en el mundo ni amor ni alegría.
Lucrecio

Hace ya algunos años, más bien muchos que algunos, conocí a una persona que marcó para siempre lo que iba a ser, desde ese momento, mi vida, al menos en lo que se refiere a la lectura y el ímpetu por conocer. Era un pintor, en sus años de juventud bohemio y viajero incansable que, aunque quizás entonces no contara ni setenta años, parecía un anciano cerca del final de sus días. Su pelo y barba blanca proyectaban una imagen de sabio bohemio a la antigua usanza. Solo faltaba redondear su cara con unas gafas de cristales redondos para completar el tópico. Quizás se debiera a lo agitado de sus años de juventud más que a una sabiduría recogida a lo largo de cientos de experiencias vitales, pero lo cierto es que resultaba agradable a la vista. Lo veía siempre pintar en un piso que la inmobiliaria de mi bloque de viviendas le prestaba por las tardes, cuando las gestiones administrativas que llevaban a cabo cesaban. A través de la ventana y en verano, aprovechaba su cercanía para atrapar la luz en sus lienzos. Se llamaba Diego Bretaños, bajito, de complexión delgada y de aspecto algo barroco, era dicho personaje con el cual llegué a entablar una entrañable amistad. No hablaba casi nunca con nadie, su amistad con el gerente de la inmobiliaria le había hecho ser merecedor del préstamo de uno de los despachos de la misma sin plazos salvo el cierre, que se veía inminente debido a la falta de venta de pisos que gestionar. Conmigo hacía una excepción. Ante la continuada compañía que por las tardes compartía con este personaje, mis padres habían comentado con aquel caballero que andaban inquietos porque yo no hacía más que leer y dibujar cuando lo más normal para la edad era estar jugando en la calle. Hasta le llegaron a pedir por favor les diera algún consejo que terminara con mi excesivo interés por cosas para nada acordes con mi edad.

Al señor Bretaños, que así era conocido en el barrio, lo que más despertaba su curiosidad y simpatía era que leyera cualquier cosa que cayera en mis manos sin importarme ni el título ni si tuviera o no ilustraciones. Los motivos no vienen al caso, pero de aquella amistad entre adolescente y anciano prematuro surgió la posibilidad de acceder a un montón de libros, fotografías antiguas, postales de viajes, discos y toda una miscelánea de lo más variopinta. Pero lo con lo que más disfrutaba era con esos libros antiguos, de hojas amarillentas, sin ilustración alguna salvo en la cubierta, y que llamaban de manera increíble mi atención y avidez lectora. Todas las tardes de verano y finales de la primavera, cuando las vacaciones escolares eran, por fin, realidad, me invitaba a pasar un rato a su casa, un piso interior con muy poca luz, lo cual era la causa de que sus lienzos fueran pintados en el piso en préstamo. Tras una breve conversación durante la cual era tratado como una persona mayor –cosa que me encantaba, como a cualquier niño- el señor Bretaños tanteaba las viejas baldas de madera que sostenían a duras penas la acumulación de polvo y libros para al final dar con un ejemplar que me prestaba, siempre con el mismo consejo:

-Acuérdate siempre que estos libros no solo se leen con la mente si no también con el corazón. Deja volar tu imaginación y disfrutarás de veras con ellos.

Así pude leer, sin apenas enterarme del todo todavía, a E. Salgari, J. Verne, J. London, M. Strogoff, M Twain, D. Defoe y tantos otros clásicos de aventuras con los que me introduje en el apasionante y adictivo mundo de la lectura. Para mi estos autores significaban una invitación a la aventura, a dejarte llevar por un espíritu lleno de libertad y emoción, pero también una puerta que se abría de par en par al mundo de la creación literaria. No mucho después de los libros de aventura fui pasando, casi sin darme cuenta, a otro tipo libros que me fueron introduciendo poco a poco en lo que hoy más me fascina, que no es otra cosa que la condición humana.

Al principio no podría asegurar que entendiera gran cosa de aquello que leía, pero sí tengo la certeza de que poco a poco algunas de las ideas que plasmaban aquellos libros fueron grabándose en mi cabeza como semilla que guarda paciente a la espera de una primavera prematura que está al caer. La fascinación es algo consustancial en los niños y más cuando ésta se une a un ímpetu desmedido por conocer. Si algo te fascina cuando eres niño raramente nunca se olvida. La fe del señor Bretaños en las futuras generaciones llegaba tan lejos que cuando le devolvía alguno de los libros prestados, siempre me preguntaba qué es lo que más me había gustado y si había aprendido algo con lo leído, pues siempre estaba dispuesto a explicar aquello que no fuera entendido.

Después, como decía, a los clásicos de aventuras les siguieron otros libros que estaban directamente relacionados con el saber humano. De Jack London pasé a la lectura de algunos de los clásicos griegos más conocidos como quien cruza una calle, con la naturalidad de quien le gusta caminar. Insisto en la idea de que al principio no es que comprendiera gran cosa, pero de inmediato advertí que en aquellas páginas se encerraba una sabiduría que si había seducido a gente tan admirable y sugerente para mí como al señor Bretaños, algo maravilloso e importantísimo me esperaba cuando fuera mayor si lograba retener al menos una parte del saber guardado en aquellas páginas. Porque si algo define a los niños es el deseo de apropiarse de todo cuanto de valor ven en sus mayores más cercanos. Y así, seguí leyendo con un ímpetu desmedido todo lo que caía en mis manos, y quizás no lograra terminar todos los libros, ya no lo recuerdo, pero hasta anotaba aquello que me llamaba más la atención y no comprendía del todo en un cuaderno de notas que todavía conservo. Aún mantengo el recuerdo fresco de mis padres alarmados ante mi desbordante avidez lectora con exclamaciones tales como:

-¡Ah, pero sigues con esos extraños libros para adultos! ¡Nada bueno sacarás de ellos, sólo restar tiempo para lo realmente importante, tus estudios!

Durante esas suaves regañinas hacía como que no les escuchaba, siguiendo a lo mío, que no era otra cosa que abstraerme de todo cuanto sucedía a mí alrededor y seguir leyendo. Creo que, en el fondo, sentían cierto orgullo. Es admirable lo que se puede desatar en la fantasía de un crío cuando escucha las voces mudas de entre las páginas de un libro. Todo aquello cuanto leía me ayudó después a comprender mejor en una segunda lectura a todos estos autores para mí, todavía, venerados. Recuerdo que en mi cuarto, junto a las inevitables fotos de Bo Derek, figuraba una lámina romántica de Caspar David Friedrich en igualdad de condiciones, aunque con diverso ensoñamiento. Ese lienzo que muestra como un caballero del siglo XIX con bastón en mano da la espalda al espectador para contemplar, en silencio, el esplendor de la naturaleza. En aquella imagen me veía yo apartado del mundo y embelesado por aquello que me tenía atrapado por completo. Mi fascinación por el arte y el conocimiento hasta tal insospechada adicción fue inducida, sin ninguna duda, por el señor Bretaños, siendo aquella lámina de Friedrich uno de sus más preciados regalos y que todavía hoy conservo.

Pasaron los años y la inmobiliaria cerró y el señor Bretaños desapareció tal y como apareció aquella primera tarde de verano, en la que me quedé embobado mirando como con sutil delicadeza, estampaba colores sobre un lienzo. Los vecinos de barrio llegaron incluso a comentar que seguramente habría muerto en su casa y que su cadáver estaría pudriéndose hasta que alguien no llamase a la policía y abrieran la puerta. Otros dijeron que se había marchado a casa de un supuesto hijo que vivía desde hacía años en Londres y, los más atrevidos, llegaron a decir que seguramente podría haber sido arrestado por supuestos delitos cometidos en su pasado más reciente antes de llegar a nuestro barrio. Es increíble como la fantasía de la gente llega a ciertos niveles de alucinación desmedida y como gusta de imaginar hechos inverosímiles sin disponer de prueba alguna. Nunca hice caso de tales chismorreos. Más tarde supe que el señor Bretaños murió en Barcelona a donde marchó a vivir con su hija. En mi memoria perdura aún su recuerdo como en uno de sus frescos, limpio, lleno de luz y colores. Nuestro pasado forma parte de nuestro presente como ladrillos superpuestos sobre el inquebrantable y sólido muro que se levanta día a día, minuto a minuto sobre nuestra vida. Somos lo que un día se forjó sobre nosotros, soy lo que día a día se ha ido forjando en mí gracias, entre otros, al señor Bretaños.

Estamos en abril, hace demasiado calor para las fechas en las que estamos y la contaminación cubre Madrid en forma de su singular y conocida popularmente como “boina”. Una vez finalizados los carnavales y, tras cuarenta días, llega la Semana Santa. Siempre me mantuve muy crítico e incluso llegué a la burla al contemplar como cada año estas masas de gente que poco entienden de lo que festejan o veneran se lanzan a la calle poseídas por un ímpetu irracional. Pero ahora con el paso de los años y a alguna que otra cana que asoma impertinente en mi cabeza, no solo en su exterior, si no también, y lo que es más relevante, en su interior, no me provocan ningún sentimiento de superioridad y desprecio sino más bien lo contrario, pues tengo la certeza de haber perdido casi por completo ese espíritu de inconformismo y rebeldía que me hacía creerme especial, cuando en el fondo tan solo era un mero disfraz con el que aliviar la desdicha que te produce la incomprensión de los que te rodean.

Tengo como libro de lectura nocturna junto a la lámpara de mi mesilla Rerum Natura de Lucrecio, al que no había regresado desde hacía muchos años y de la que formaba parte, en aquella vieja estantería, de la colección de polvorientos libros cargados de sabiduría y aventuras del señor Bretaños. Entre sus páginas me aborda su recuerdo y hasta creo oír la afónica voz del señor Bretaños contándome con esa intensidad cegadora que sólo da el resplandor de los años vividos con intensidad, cómo festejamos, reímos, lloramos, gritamos de rabia y dolor pero sin embargo seguimos adormecidos frente a la insensatez, la ignorancia y la desesperación que produce ver tanta sin razón. Contra ellos recuerdo que decía, sólo cabe alzar la dignidad del conocimiento cuya libertad última es la incombustible belleza del progreso humano, por más que nos empeñemos en destruirlo en un continuo y descabellado retroceso.






jueves, 14 de abril de 2011

Por la III República...

Aunque no soy muy dado a venerar ningún tipo símbolo, escudo, bandera, patria ni nación, pero por ser el día que es y sin que sirva de precedente y dadas las actuales (y mantenidas para mi gusto desde hace ya demasiados años) circunstancias de organización jurídica, administrativa y política de este país llamado España: ¡Ojalá venga la III República! Eso sí, de forma pacífica y democrática.


domingo, 10 de abril de 2011

Mi 12 + 1 Maratón de Madrid.

Se acerca el maratón de Madrid (MAPOMA2011), apenas quedan 7 días para que el domingo 17 de abril más de 11.000 corredores nos lancemos a la intrépida aventura de recorrer los 42 kilómetros y 195 metros que separan la línea de salida en el Paseo de Recoletos de la meta en el Paseos de coches del Retiro. Este domingo pasado terminé la media maratón, también por las calles de Madrid, cuyo participación tiene el doble sentido de, primero, disfrutar corriendo y, después, preparar por medio de una prueba bastante exigente, como es ésta, mi próximo maratón. El crono no fue demasiado malo (1h38´26¨), aunque en otras ocasiones fuera mejor (he llegado a terminarla en 1h30´) pero lo verdaderamente importante como siempre era pisar meta con la sensación de haber disfrutado, una vez más, del acto de correr junto a otras miles de personas que comparten conmigo una misma afición.

Al margen de mis entrenamientos preparatorios para la gran fecha del 17 de abril, durante estos últimos días he estado leyendo un libro que también se puede incluir en parte de este proceso. Se trata de "De qué hablo cuando hablo de correr" de Haruki Murakami. Aunque leyendo el título y viendo la portada del mismo se pueda pensar que cuando el autor habla de correr no escribe sobre otros temas que no estén relacionados con este hecho, nada más lejos de la realidad, puesto que si bien sobre todo habla del acto, para él cotidiano y rutinario, de correr hay otros aspectos tan importantes como este que también toca: su vida como escritor, su juventud, los tiempos en que regentaba un garito de jazz, sus novelas, sus procesos creativos y sobre lo que ha sido su vida desde el instante que decidió hacerse corredor y escritor, ya que ambos hechos van parejos y todavía siguen siendo inseparables en la vida de Murakami.

 En palabras del propio Murakami: “Creo que este libro es algo así como unas Memorias. Sería exagerado llamarlo autobiografía, pero se me hace muy difícil calificarlo sólo de ensayo… Por lo que a mí respecta, me apetecía tratar de ordenar, a mi manera y utilizando como mediador el hecho de correr, mis ideas sobre cómo he vivido durante los últimos veinticinco años, en tanto que novelista y en tanto que persona normal y corriente.”

El título del libro, tan ambiguo como ambicioso en su planteamiento, es un sentido homenaje a ese grandioso creador de cuentos modernos, Raymond Carver, que con tanto sentido e intención elegía los títulos para sus recopilaciones de relatos como en “De qué hablamos cuando hablamos de amor” o “¿Quieres hacer el favor de callarte por favor?”. Y trata precisamente de lo que anuncia el título, de correr y del significado que tiene para Murakami este hecho. Porque, de no haber sido corredor, seguramente sus libros no serían lo que son. Podrían ser mejores o peores, pero serían distintos. Porque correr por placer es mucho más que un deporte, forma parte de una filosofía concreta de vivir la vida.

“De qué hablo cuando hablo de correr” es uno de esos libros que parece que el autor lo hubiera escrito pensando en ti. En tu forma de ser, de entender el deporte y, de alguna manera, de entender la vida. También puede ser una lectura muy recomendable para todas aquellas personas que no acaban de entender porque estamos tan enganchados a esa pasión tan absurda de sufrir corriendo. No sería la primera vez que al finalizar una carrera popular, en el trabajo, o hasta en el entorno familiar, he tenido que escuchar eso de ¿y en qué puesto has quedado? pues si no tienes opción de quedar entre los primeros para qué corres... no tengo palabras... Porque, entre otras cosas, correr por correr significa para mí un hecho insustituible en el que encuentro una paz y un vacío mental que no llego a encontrar, por lo menos de una manera tan sencilla, por otros medios. Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, este vacío mental me facilita limpiar la mente para ocuparla mientras corro con nuevos pensamientos y reflexiones libres del molesto ajetreo y estrés diario. Lo cual me produce una sensación muy agradable ya que consigo poner en orden aquello sobre lo que necesito tomar decisiones o, simplemente, tener presente de manera clara y ordenada. Por lo tanto, correr para mí adquiere un significado doblemente placentero: por un lado disfrutar con uno de los deportes que más me gusta y por otro, tomarme un tiempo alejado "del mundanal ruido" en el que puedo dedicarme a pensar. Corro mientras pienso o pienso mientras corro.


Si Murakami comenzó a correr porque sí en un día en el que decidió hacerlo sin más motivación que la de comenzar a practicar un deporte que no necesita ni de equipo, ni de una técnica elaborada, ni de cancha ni de un horario determinado, en mi caso fue algo bastante parecido y con una misma motivación que sigue permaneciendo intacta hasta ahora: correr por correr. Pues fue hace ya 13 años cuando me lancé a correr por las calles de la ciudad donde vivo sin más motivo que hacer algo de deporte y sin más equipo que tú mismo, con la única técnica de tener ganas de correr a través de cualquier calle, parque o camino y con la ventaja de poder llevarlo a cabo aprovechando los resquicios de tiempo que te deje la jornada laboral, familiar o personal.
Como decía al principio tan solo me quedan unos días para mi gran reto deportivo a nivel personal del año: una nueva maratón y esta ocuparía la 12 + 1. Y como para Murakami, “Participar en una maratón y acabarla es para mí lo esencial. Alcanzar la meta, no caminar y disfrutar de la carrera: éstos son, en ese orden, mis tres objetivos fundamentales.”

Por cierto, no quiero cerrar esta entrada sin recomendar la extensa literatura de este escritor y corredor de maratones japonés. Aunque entre las obras que he tenido el placer y la oportunidad de leer (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Kafka en la orilla, Tokio blues y la recopilación de relatos cortos Sauce ciego, mujer dormida, además de por supuesto De qué hablo cuando hablo de correr) si tengo que elegir una esta sería Tokio blues.

lunes, 4 de abril de 2011

LA INSOLENCIA DE MOVERTE EN BICI.



Cada vez tengo más la sensación de que cuando haces algo que va en contra de la forma de entender las cosas de la mayoría eres tomado coma una especie de enemigo al que si no derrotar, si desprestigiar, criminalizar y, sobre todo, considerar como un rara avis que perturba el “orden” del sistema (social) establecido (impuesto). Y digo esto porque cada vez que me subo en mi bici plegable (o la meto conmigo en un vagón de tren o metro) para ir a trabajar soy contemplado como un insolente, un bicho raro por el que hay que sentir vergüenza ajena (tal es su atrevimiento). Por lo menos esa es la sensación que tengo ante las miradas o reproches que suscita el hecho de ver a un tipo sin vestirse de deportista (es decir, con ropa de calle nornmal) subido en una bici que no es de montaña ni de “carreras” surcando, carriles-bici (invadidos casi siempre por peatones), calzadas y aceras (cuando no hay más remedio). Eso en el mejor de los casos, en los peores puedes ser insultado y avasallado (esto último por vehículos de tracción motora) como si de un delincuente se tratase. Y es que Madrid es territorio esquivo para las bicicletas a nivel de comprensión ciudadana y a nivel de diseño urbano. Por eso, los ciclistas ciudadanos que nos atrevemos a desplazarnos en bici deberíamos ser tomados por héroes en vez de por villanos: hacemos ejercicio, tardamos menos en llegar, no contaminamos y solemos ser gente afable y, sobre todo, concienciada con la problemática ambiental en la que se hallan sumergidas grandes y pequeñas ciudades. Sin embargo, constituimos un colectivo que llevamos el peligro en los talones porque circular en bici por Madrid y alrededores es una temeridad. Los carriles habilitados para las bicicletas son más que insuficientes, muchos de ellos están en mal estado y no recorren las vías más importantes.

Hace más de 40 años que el pensador Ivan Illich escribió en su libro “Energía y equidad” que "el varón norteamericano típico consagra más de 1500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, los seguros, las infracciones y los impuestos para la construcción de carreteras y aparcamientos. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él o trabaja para él. Sin contar con el tiempo que pasa en el hospital, en el tribunal, en el taller o viendo publicidad automovilística ante el t.v. Estas 1500 horas le sirven para recorrer 10.000 kms, es decir 6 kms por hora. Exactamente la misma velocidad que alcanzan los seres humanos en los países que no tienen industria del transporte. Con la salvedad de que el americano medio destina a la circulación la cuarta parte del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se destina a este fin sólo entre el 3 y el 8%".
6 km/h es aproximadamente la mitad de la velocidad que desarrolla un ciclista con la única ayuda de sus piernas dando pedales. Por eso, hoy en día, estas palabras siguen siendo tan válidas como entonces, excepto que ahora se podrían aplicar a la práctica totalidad del mundo desarrollado. Hoy sabemos también que el uso compulsivo del automóvil es uno de los mayores responsables del aumento imparable de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la pérdida de habitabilidad de las ciudades, de las enormes pérdidas de tiempo provocadas por los atascos, de que las calles hayan dejado de ser lugares transitables y agradables y, sobre todo, del enorme estrés al que viven sometidos los habitantes de las grandes ciudades.

¿Por qué entonces no se pone remedio? Quizás poniendo los medios para favorecer, en vez de entorpecer, un mayor número de ciudadanos se decantarían por la bici (ejemplos en otras ciudades los hay de sobra). Quizás, también, al ser más los que prefiramos las dos ruedas a pedales en vez del coche empezaríamos a conformar una mayoría suficiente para no constituir una insolencia.

La bici merece un respeto y un trato preferente por parte de las autoridades. Despojémonos de prejuicios y acojamos a la bici como la mejor solución para los desplazamientos cortos en nuestras ciudades.