Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

miércoles, 22 de febrero de 2012

CARNAVAL, CARNAVAL (2ª PARTE).


EL TIGRE (2º PARTE, CONTINUACIÓN DE LA ANTERIOR ENTRADA)

...también a su amante, su secretaria, a la que llevaba tiempo prometiendo el tópico del divorcio y casamiento posterior con ella, que por supuesto era su “verdadero amor”. Tan verdadero que en esta ocasión llevaba como compañera de alterne a una jovencita que parecía tener bastantes años menos que incluso de los que aparentaba, a pesar del disfraz y maquillaje abundante con el que adornaba el personaje con el que quería, supongo, ocultar su verdadera edad. Aunque el alcohol pudiera oscurecerme en parte la razón, podría asegurar que se trataba de una menor. El señor Javier Campuzano en persona, director comercial de Aplicaciones Publicitarias S.A., había tenido la osadía de vestirse de presidiario con el traje típico a rayas horizontales negras, gorra haciendo juego y bola negra con cadena sujeta al tobillo y salir de juerga nocturna con nada menos que una menor. Lástima no tener cámara de fotos en ese momento –pensé para mis adentros- porque la venganza hubiera sido del todo placentera. Se acordaría de tantas humillaciones por las que nos había hecho pasar a todo los integrantes de su empresa, sobre todo al sector femenino. Pero lo mejor estaba por llegar tan solo unos instantes después.
Me acerqué hasta los presidiarios, no sin antes chocar con la coneja que corría despavorida hacia los lavabos, para cerciorarme de que tras mi piel de tigre no era reconocido. Y efectivamente, o bien era la coca, o el alcohol o mi disfraz, pero mi jefe, al menos eso parecía, era incapaz de ver que debajo de aquel peluche rallado estaba el único cabronazo que le intentaba dejar en ridículo siempre que tenía oportunidad. Lo cual no es excusa ni mucho menos para que éste, a su vez, me encomendara las tareas que nadie quería hacer o las más absurdas e innecesarias, además de negarme siempre cualquier tipo de mejora económica.

Mientras me hallaba sumergido en estas elucubraciones se acercó un mosquetero con cámara en ristre con la intención de que le sacara una foto junto al resto del grupo. Si mi cultura popular no me falla creo que eran tres los mosqueteros de la famosa novela de Dumas, pero estos eran seis. Su disfraz era impecable y realmente si no fuera por el número cualquiera podría creer que eran ellos, los auténticos tres mosqueteros más Dartagnan y otros dos más.

Al acabar de terminar no con una, si no con varias fotos en diferentes poses –bebiendo, saludando, brindando y con el grito de todos para uno y uno para todos- les pedí, si eran tan amables, que me dejaran la cámara para poder sacar unas fotos de un grupo de amigos que no volvería a ver más, y que me hacía mucha ilusión plasmar para la posteridad aquellos momentos irrepetibles. Yo les daba una dirección de correo electrónico y ellos me las enviaban a mi ordenador personal. No hubo ningún problema por lo que mi venganza estaba en marcha. Aquél capullo en versión chunga de Al Capone fugado del presidio me las pagaría todas juntas.

Me giré con la cámara y muy disimuladamente fui lanzado disparos fotográficos hacia el grupo de presidiarios, sacando unos buenos primeros planos de mi jefe, que parecía además ser también el cabecilla del grupo, aspirando con cierta torpeza pero sonoramente una colosal raya de polvo blanco rematando la faena con un buen trago de cerveza. Pero el mejor plano que pude obtener ocurrió cuando su cabeza cayó desplomada sobre la mesa con un gesto de risa incontrolada mientras su acompañante femenina, vestida de cabaretera años 20, trataba de reanimarle.

Ya sólo cabía esperar el envío del esperado mail. Di las gracias a Aramis y le devolví su cámara haciéndole una reverencia al estilo mosquetero. Un sutil re gustillo recorrió mi garganta cuando después de devolver la cámara bebí el último sorbo de mi copa. Por fin empezaba a tener la sensación de que la suerte iba a tornarse en mi favor.

Me dirigí de nuevo a la barra para pedirle a Charlie Rivel otra copa. El lagarto andaba ahora intentando convencer a una enfermera con perilla que lo mejor era abandonar el local, pues según su teoría el alcohol que servían era de garrafón. Y creo que algo de razón tenía, pero llegados a cierto punto, y en lo que a mí respecta, no sabría distinguir un “escocés” de un “segoviano” ni aunque le pusieran a la copa una falda con cuadritos.

Debió de parecerme adecuada, también a mí, la idea de abandonar el local porque después de beberme en dos precisos tragos mi copa intenté, no sin grandes dificultades, acceder a la puerta de salida del garito. Antes de encontrarme en la calle puede observar por última vez como el grupo de presidiarios intentaba despejar a base de collejas al estúpido de mi jefe que, recostado sobre sus brazos y estos sobre la mesa, parecía haber entrado en otra dimensión planetaria más acorde con el ambiente del local.

Se había echado la noche encima. Febrero suele ser un mes frío en Madrid, sobre todo cuando era tan especialmente seco como éste. La coneja corría despavorida envuelta en llantos mientras una bruja, con cepillo en vez de escoba, intentaba retenerla, imagino que para su posterior consuelo. Doblaron la esquina rápidamente y pronto les perdí de vista. Apoyados en un Golf de color rojo, el lagarto y la enfermera con perilla discutían acaloradamente mientras fumaban lo menos parecido a un cigarro. Me dirigí a unos dos o tres bares de copas más, ya no recuerdo el número, hasta que decidí dar por finalizada la noche. Mi alter ego felino me susurró al oído cual Pepito Grillo que lo mejor era marcharnos para casa.

Al salir del último bar, y mientras caminaba, me invadió una extraña sensación. Quizás fuera el alcohol o realmente fuera ese golpe de lucidez que te llega de vez en cuando, en esos momentos en los que el grado de embriaguez todavía no te ha hecho perder el juicio –si es que alguna vez se tiene- y las puertas de la mente se abren de par en par. Lo oscuro recobra la luz, lo confuso se transforma en certeza, los nudos se deshacen solos. Fue entonces cuando tuve la sensación de que mi espíritu felino hubiera sido lanzado hacia un viaje chamánico cuyo destino fuera el reencuentro con la lucidez. Como en esas pelis de kung fu, la fuerza del tigre se había apoderado de mí. Un subidón tremendo me hizo percibir las cosas de otro modo. Si el día había comenzado con ciertas inclinaciones autodestructivas y depresivas, con el paso de las horas y debido a la confortabilidad que me proporcionaba el alcohol y la metamorfosis felina, estaba acabando de manera inversamente proporcional a su comienzo. Siempre había pensado que de Thanatos a Eros –o viceversa- se pasaba de la manera más insospechada y azarosa, pero nunca hubiera imaginado que necesitara de tan extraña transición.

Por las calles seguían, a pesar de la hora, transitando seres metamorfoseados de un lado para otro. Extraño mundo el que ahora se presentaba ante mis ojos, que ya no vislumbraban la realidad de la misma forma. La placidez y una cierta y confortable paz interior me hacían percibir las cosas desde puntos de vista bien distintos. El astronauta, apoyado en una esquina, vomitaba junto a un contenedor de basura. Yo estaba a punto de hacerlo. Me paré entre dos automóviles y eché, como se suele decir en estos casos, hasta la primera papilla. Tras innumerables arcadas no me quedó otro remedio que sentarme en el bordillo de la acera y esperar a que el mareo desapareciera. Mientras tanto, procedí a encender un cigarrillo y echar unas caladas cual chamán amazónico, lo cual fue de gran ayuda para recapitular sobre las premisas que me habían llevado hasta el actual acontecer existencial. Aunque sin una clara y definida conclusión pues a lo único que me ayudó fue a enumerar uno a uno los distintos acontecimientos surrealistas, y yo diría que inmerecidos, que me habían llevado a no importarme perder de manea tan bochornosa la poca dignidad que me quedaba. Pues que te abandone tu mujer por tu mejor amigo es una putada tremenda, pero lo que verdaderamente duele no es el abandono propiamente dicho, si no que los muy cabrones se las apañaran para ocultármelo durante más de un año, sin que se les notara el más mínimo desliz. Pero eso, aún siendo una guarrada impresionante, no había sido lo peor, ni mucho menos. Que el trabajo suponga una tortura diaria tampoco. Que te chuparas cinco años de universidad, dos de máster, tres de inglés, dos de informática aplicada y que no te sirviera nada más que para acrecentar los éxitos y por extensión los beneficios de tu jefe, sin recibir ni tan siquiera una palmadita en la espalda, tampoco sigue siendo lo peor. Que tu médico te diga por error que padeces una enfermedad incurable el mismo día que te enteras del abandono de tu mujer puede hasta resultar una broma, aunque de dudosa gracia todo hay que decirlo, pero tampoco es lo peor. El mayor de los males, la putada suprema, lo peor de lo peor a mi entender es que te des cuenta de que todo lo vivido la noche que creíste que tu vida por fin cambiaría fuera tan solo un sueño, una mera fantasía tejida por una necesidad imperante de cambiar de rumbo, de encontrar otro escenario diferente donde comenzar una nueva función que no vuelva ser una tragicomedia. Que fuera, como en el sueño, un sainete, un divertimento absurdo pero con gracia donde reír sin llorar sea la raíz del guión. Mi vida hasta hoy no deja de ser tragicómica y el cansancio y la derrota no hacen más que volver a precipitarme hacia el alcohol y los sueños, y últimamente más bien pesadillas. Única manera en la que encuentro una escapatoria donde refugiarme y permanecer ausente, fuera de circulación. Este fue un sueño diferente donde siendo tigre conseguí poner las cosas a mi favor, y donde como en una fuga onírica logré escapar de una realidad para nada confortable. Pues cuando después de emborracharme consigo conciliar el sueño, es como si consiguiera escapar de la realidad y de los acontecimientos incontrolables por los que como un caballo desbocado cabalga últimamente mi vida.

El sueño fue encaminándose hacia su término cuando apurando el cigarrillo me incorporé no sin ciertas dificultades. Paré un taxi, al volante iba un pingüino, le pedí que me llevara a cualquier parte. Su destino fue despertarme entre sábanas empapadas de sudor y sin compañía alguna. Ahora, tras escribir este relato, pienso que resultaría verdaderamente placentero sumergirme en un sueño eterno donde ser tigre de nuevo, aunque fuera de peluche, pues creo reconocerme mejor envuelto en la estúpida estampa carnavalesca de un disfraz de tigre.

Fin.

lunes, 20 de febrero de 2012

CARNAVAL, CARNAVAL.


EL TIGRE ( 1ª PARTE)

“Aparte del olor a alcohol y algún babeo ocasional,

dices cosas muy interesantes”.

Elisabeth Shue a Nicolas Cage en “Leaving las Vegas”


Quiero empezar haciendo un alegato sobre mi dignidad, pues tengo una especie de relación de amor y odio con ella. Me abandona y vuelve, parecemos tan unidos a veces y otras, en cambio, parece que no nos conociéramos. Es algo que dura más de lo que yo quisiera pero he empezado a aceptarlo como el engranaje sustancial de mi vida. Y sobre ésta, o más bien sobre un episodio de la misma es sobre lo que quiero narrar. Dicho esto no les trataré de justificar la absurda, para mí, idea de disfrazarme en unos carnavales. Pues esto ya lo hago para mis adentros cada vez que recuerdo este lamentable episodio. Aquí, trataré de contar lo sucedido tal y como lo recuerdo según me viene a la memoria. Ya digo que nunca me había disfrazado anteriormente, bueno, excepto el día de mi primera comunión que la hice de Teniente Coronel de la Marina y alguna que otra ocasión de mi niñez en las navidades del colegio. Pero en aquellos fríos días de febrero, el impulso que me indujo a meterme en la piel de otro vino provocado por un necesario cambio de rol, o de guión, o como lo queramos llamar, pero lo cierto es que necesitaba transformar mi arrugado pellejo y olvidar mi asquerosa existencia aunque fuera tan solo por unas horas. Cuando por fin tomé la decisión un cosquilleo en los oídos pareció anunciarme la entrada en una perspectiva bien distinta a la actual, pues empecé a tener la sensación de que algo nuevo y disparatado iba a suceder, y no podía ser de otra manera dadas las pintas con las que me propuse salir a la calle.

La decisión no fue fácil como decía, si nos atenemos a que el tipo que les relata jamás se le pasó por la cabeza disfrazarse. Es más, siempre manifesté mi repulsa ante cualquier celebración en las que fuera necesario bailar, esforzarse por pasárselo bien, ser sociable, amable, divertido, etc. No digamos de las tradiciones y conmemoraciones populares y festivas de distinta índole, arraigadas con fuerza en el sesgo tradicional de la cultura patria. Siempre había defendido la postura, muy criticada siempre en cualquiera de los foros donde tuviera la ocurrencia de exponerla, de acabar con todas aquellas tradiciones –absurdas para mi peculiar manera de enfocar las cosas- en las que no se resaltara ningún valor cultural y artístico, digno de tal mención, además de caer en la zafiedad o mediocridad más insultante. Pongamos como ejemplos fiestas patronales, romerías, procesiones y demás sandeces más propias de culturas estancadas en épocas anteriores a cuando el género humano decidió “ilustrarse”. Pero los carnavales nunca cayeron en mi feroz y mordaz crítica. Tienen un no sé qué, un punto de trascendencia hacia lo prohibido, hacia el alter ego, que provocó siempre mi curiosidad y respeto. Eso sí, mis observaciones sobre esta festividad habían sido siempre hechas desde la “barrera”, nunca hasta entonces había tenido la osadía de lanzarme al ruedo y participar en el jolgorio dejándome llevar por mis instintos más primitivos y quizás más sinceros e inocentes.

Y aquella vez iba a ser diferente, o eso pensaba. La excitación se había apoderando de mí a pasos agigantados, encontrando en ella la justificación que necesitaba ante la idea irrevocable de salir disfrazado a la calle, mezclarme entre la muchedumbre alcoholizada y festiva y dejarme arrastrar por los acontecimientos, cuales fueran, pues en esos momentos me importaba todo un carajo. Ya insinué al principio de este relato que mi vergüenza torera se debió perder por alguno de los caminos en los que durante los últimos tiempos había transcurrido mi vida.

Pero pasemos al inicio del ritual en el que comenzó mi transformación, donde me recuerdo a solas frente al disfraz de tigre (sí, sí, de tigre), no sabiendo si su mirada significaba aprobación o descojone. Ya sé, ya sé que los tigres ni aprueban ni mucho menos se descojonan, sobre todo si son de trapo, pero les aseguro que el puñetero disfraz parecía como si quisiera decirme algo. Creo recordar que interpreté lo siguiente:

-No te atreverás, por más que lo intentes no osarás colocarme sobre ese miserable cuerpo que envejece sin ninguna delicadeza.

La última parte de lo dicho me molestó muchísimo pero ya que íbamos a ser compañeros durante toda la noche preferí no tenérselo en cuenta. Mi decisión ya había sido tomada, por lo que intenté hacer oídos sordos a tan necias palabras. Aún así algún pensamiento injurioso sí creo recordar haberle dedicado.

-Maldito tigre -dije para mis adentros- quien le habrá pedido su opinión.

Y el tigre, al ver mi cara de alucine, no hizo otra cosa que mofarse, lo cual fortaleció aún más mi inamovible posición al respecto. Aunque solo fuera por el poco orgullo que me quedaba.

-Si tú ríete -pasando del pensamiento a las palabras- que quien ríe el último ríe mejor.

No sé muy bien a cuento de qué le solté aquella advertencia, pero lo cierto es que me hizo ascender desde el último eslabón de la cadena evolutiva, donde creía encontrarme, hasta la cima de la pirámide. Este baño de autoestima lo necesitaba como el comer en aquellos momentos, aunque fuera a costa de un disfraz de tigre parlante. Por cierto, creo no haber mencionado que dicho disfraz no se parecía en nada a los tigres que acostumbramos a ver en el zoo. Ni mucho menos, pues el único que quedaba en la tienda era lo más parecido a ese personaje de tebeo infantil llamado Tigger. Y es que no dude en ningún momento que si me disfrazaba de algo tenía que ser de tigre. Animal por el que siempre he tenido una gran devoción desde que desde pequeño contemplé con estupor cómo le engullía un brazo al domador en una representación circense. Recuerdo a mi madre tapándome los ojos mientras el público gritaba de pánico. Aquello para mí significó, aunque al principio no me diera cuenta del todo de lo sucedido, un claro símbolo de rebeldía y ataque contra la autoridad. Por lo cual, cuando se me ofreció como única opción el susodicho disfraz no puse mucha resistencia ya que no disponía de más tiempo para encontrar alguno más adecuado a la estima que le tenía a tan simbólico felino.

Tras algún que otro escarceo con el dichoso disfraz pude ponérmelo por fin. No sin antes tomarme un par de güisquis, combustible necesario para doblegar a semejante bestia. Un tercero recorrió mi garganta agradecida con el disfraz ya por fin unido a mi cuerpo como una segunda piel. A partir de ese momento ya no sería yo el que bebía si no el tigre, algo que tranquilizaba mi conciencia hasta límites insospechados.

Una vez acomodado en mi nuevo rol, procedí a servirme el penúltimo güisqui antes de abandonar mi guarida. Y no fueron más porque la botella, por más que fuera agitada, no se dignaba a soltar más que cuatro miserables gotas de líquido preciado, y por si las mezclas no le sentaran bien al tigre que llevaba dentro al güisqui no le siguieron otros licores, cosa que de haber sucedido hubiera impedido, seguramente, haber proseguido con mi descabellada idea carnavalesca.

No fue fácil bajar las escaleras desde el quinto piso hasta la calle. El ascensor estaba averiado desde hacía varios días por lo que todo parecía ser una confabulación en mi contra, orquestada por alguna sociedad secreta empeñada en joderme la existencia hasta en los más ínfimos detalles. Pero no iban a poder conmigo. Era tal mi voluntad que, aunque tuviera que tomarme toda la tarde, acabaría cumpliendo con mi destino.

No sin cierto bochorno por fin estaba en la calle. A mi alrededor se agrupaban o dispersaban, según fueran gregarios o no, que para eso los documentales de la 2 nos instruyen sabiamente al respecto, todo tipo de animales en posición bípeda. Leones, jirafas, patos, gallos y hasta una manada de rinocerontes circulaba por la avenida en la misma dirección. Aquella singular escena me recordaba a esa película de dibujos animados en la que todos los animales de la sabana acuden a dar su enhorabuena al primogénito real. Creo recordar que su título es el Rey león.

Si no fuera porque era consciente todavía de que aquello formaba parte del espectáculo carnavalesco hubiera podido imaginar que estaba ante una invasión alienígena. De lo más surrealista eso sí ya que aparte del desfile lo formaban una pequeña representación de los personajes más conocidos de la Guerra de las Galaxias. Pude ver a E.T. y al capitán Spok. Tampoco faltaban en tan singular repertorio neandertales, vampiros, enfermeras, travestidos, mosqueteros, guardiaciviles –estos no sé si eran de verdad o de mentira, pues mi estado etílico me impedía discernir claramente entre realidad y fantasía- toreros, curas y monjas y hasta un tipo disfrazado de astronauta, desfilaban calle abajo abducidos por sus nuevas personalidades. No sé porqué, pero este último acaparó todas mis simpatías. Eso sí, tigres, hasta ese momento, solamente el tipo que les relata.

Una pandilla de bomberos con botellón en mano y con más que sonoras risas me sacaron de la obnubilación en la que me hallaba sumergido, recordándome el principal objetivo de aquella noche: beber hasta perder el control. Me dispuse por tanto a enfilar la dirección que conducía hacia el garito del que recordé me sacaron a patadas la última noche que salí de copas. Sentía un especial morbo injustificado, pero morbo al fin y al cabo ante la idea de volver a entrar en él. No recuerdo muy bien cuál fue el motivo, aunque creo que tuvo que ver con algo que le dije a una señorita de buen ver que tomaba un gin tonic en la barra. Aunque ahora no venga a cuento, puedo jurar que no soy dado a cometer excesos verbales con mujeres, más si me atraen físicamente, pero dijera lo que dijera creo que más bien lo que pasó es que no debió gustarle al tipo calvo y con gafas negras que la acompañaba. Esperaba que debido a mi disfraz y a la confusión reinante no se me reconociera, sobre todo por el portero al que, en aquellos inolvidables momentos, le recordé, según daba con mis huesos por el suelo cuando me sacó a patadas, la procedencia y oficio de su madre y antepasados más recientes.

No sin cierto temor a ser reconocido me encontraba dentro del local. Me acerqué a la barra donde pude reconocer al camarero aunque maquillara su rostro con pinturas como las que llevan los payasos de circo. Antes de pedirle un “escocés” con hielo, puede observar como a mi lado una coneja y un, o al menos eso era lo que parecía, lagarto de color marrón se comían a besos. No sin cierta envidia me centré en lo prioritario en ese momento, que no era otra cosa que humedecer el gaznate.

Apoyado en la barra copa en mano pude comprobar, no sin asombro, como más que una garito de copas del barrio de Malasaña, parecía más bien uno de esos bares que aparecen en las películas de la saga de la Guerra de las Galaxias donde seres y bichos de todos los planetas alternan animadamente como si fuera lo más normal del universo intergaláctico. Mientras la coneja y el lagarto seguían a lo suyo, mi atención se detuvo, esta vez, en un grupo de presidiarios que en torno a una mesa, además de meterse alguna que otra raya, reían sonoramente. Pero no era eso lo que más llamó mi atención. Por más que restregaba mis ojos no daba crédito a la escena que se desarrollaba en aquella mesa. Ante la duda me acerqué con disimulo para por fin constatar que era mi jefe el que aspiraba, vestido de presidiario una de esas rayas, con un ímpetu que pareciera que la vida le fuera en ello. Así, por fin, pude confirmar algo que siempre imaginé y que hasta ahora no había podido constatar. Además de cocainómano era un impresentable adúltero baboso y pederasta que aparte de engañar a su mujer, cosa que era sabido por todos en la oficina, engañaba
 
Continuará...

jueves, 16 de febrero de 2012

LETRA PARA UNA CANCIÓN IMPOSIBLE II.

Herida siempre abierta
luz de noche, manos que hablan
esta canción desesperada
está hecha solo para ti.

Ya sé que no digo nada nuevo
pero necesito de tu amor
tan dispuesto, tan sincero, como tú.

No mires más atrás
llora lo que tengas que llorar,
noche en vela
quiero verte siempre junto a mí.

Ya no caben más sollozos
ni más gritos en silencio
en la oscura gruta del azar.

Sobre mi cansado viaje
deposita todo tu equipaje
lo que duele, lo que mata
lo que sube y lo que baja,

junto a mis arrugas
un te quiero, unos versos,
un invierno, todo aquello que no quieras ser.

Verso que niega la rima
deja a un lado la melancolía
pétalos de rosa roja
que perdió el color en el rosal.

Quiéreme aunque te duela,
no sufras más que por amor
aunque tú me quieras tanto
sé que no hay nada que calme tu dolor.

Cuando pienso en tu tristeza
quiero imaginarte sonreír,
los inviernos son tan tristes
si no brilla algo en ti.

Y un verano sin estrellas,
y una playa sin espuma
se hacen hueco en tu piel.

Nostalgia de los besos,
princesita sin príncipe azul,
ojos tristes, blues eterno
primavera sin abril.

No le grites al silencio
cuando todo sea oscuridad
pues la noche da comienzo a un nuevo amanecer.

Desconsuelo a flor de piel
tu penita me rompe el corazón,
no te olvides de quererte
y quiéreme también a mí.

Añoranza de los días
en los que no había ningún pesar
ya verás cómo estos tiempos afligidos
para siempre morirán.

domingo, 12 de febrero de 2012

País este.


País este que diría Forges, de caricaturas donde la realidad es cada vez más parecida al mundo que nos refleja en sus viñetas. Pasen y vean:

País este donde un ministro de derechas anuncia que se va a volver a la Ley del Aborto de 1985 argumentando que es la acción más progresista que se puede realizar en este asunto.

País este donde según una columna de Vicenç Navarro del pasado octubre en la que habla de varios artículos del New York Times sobre el fraude de las grandes fortunas en España suponen un 74% de la defraudación total. El Estado español deja de ingresar de esta forma casi la misma cantidad que su deuda pública en servicios sociales. Es decir, si esos defraudadores pagasen lo que deben no tendríamos casi déficit en educación, sanidad, dependencia, etc. Entre los que defraudan hay grandes nombres de la política y la economía españolas. Uno de esos nombres es el de Emilio Botín. Según esos artículos, nada comentados en España, tiene unos 2.000 millones de euros no declarados en un banco suizo.

Pero por si esto fuera poco en 2012, en nuestro país se destruyen más de 9000 empleos diarios. Sólo en enero, se ha ido al garete más de 177.000 puestos de trabajo, la peor cifra en este mes desde 1997. Por primera vez hay menos de 17 millones de personas con trabajo, llegando a tener un porcentaje de desempleo mayor que Grecia y donde casi 1 de cada dos jóvenes en España están en paro, casi un 50%.

País este donde presumimos de una democracia donde se vulneran de manera fragante derechos tan fundamentales como el trabajo y la vivienda, y donde estamos gobernados en muchos casos por caciques inoperantes y corruptos que han reducido ésta a un simulacro que se celebra cada cuatro años.

País este donde según “el balance de 2011” del Banco Santander, del señor Botín, ha obtenido un beneficio neto de 5.351 millones de euros, el Banco Popular ha registrado un beneficio neto de 479,6 millones de euros y se calcula que el BBVA que presentará en breve sus cuentas, habrá ganado 4.051 millones. Mientras, 1 de cada 4 españoles está en situación de pobreza y 11 millones subsisten con dificultades, según un informe publicado el mes pasado por la Red Europea de lucha contra la pobreza y la exclusión social.

Y donde sólo en un país como el nuestro, una empresa con capital público despide a 2.400 trabajadores de la noche a la mañana y donde se le siguen (a pesar de la crisis) pagando a la Iglesia 13 millones de euros mensuales para que un arzobispo en Tarragona se permita la desfachatez de decir que los homosexuales no son apropiados para la sociedad.

Sólo en nuestro país se le ocurre a un político, la nueva alcaldesa de Madrid, Ana Botella, pedirles a los ciudadanos en paro que trabajen de voluntarios en los servicios públicos. Parece que la señora Botella confunde servicio público con que le hagan el servicio gratis. Pensará que así soluciona el problema del paro porque los parados estarán ocupados. Ella podría dar ejemplo y renunciar a su sueldo como alcaldesa ya que no ha sido elegida, se ha presentado voluntaria.

País este donde el primer condenado por una gigantesca trama de corrupción que afectaba a las instituciones públicas era el juez que les había imputado y donde varios políticos habían salido absueltos por un jurado popular en la misma causa. Pero además es que los errores de procedimiento por los que habían condenado al juez podrían dar al traste con todo el proceso y acabar con los imputados en la calle.

País este donde el pasado viernes se aprobó una reforma laboral donde, entre otras cosas, los empresarios podrán despedir a la carta además de bajar el sueldo de sus trabajadores como el que le baja la paga a un niño porque no se ha portado bien durante la semana.

Y esrto no son nada más que unos pocos ejemplos pero como siga esto así habrá más "españoles por el mundo" que en la propia España. Sálvese quien pueda…

Y que ¡viva el vino! como diría el Sr. Rioja, digo el Sr. Rajoy.

domingo, 5 de febrero de 2012

EL CHAT.


Todos los días entraban al chat buscándose el uno al otro entre los numerosos nicks. Cuando se encontraban se introducían de inmediato en el chat privado sin más dilación, ya no les importaba el resto. En esa confusa red de nombres y frases solo existían sus apodos. A pesar de haber pasado varios días desde su primer encuentro todavía no se habían dicho sus verdaderos nombres. Quizás fuese el miedo o el quiero y no puedo o no debo. O quizás más adelante, pensaban, “cuando nos conozcamos mejor”, si es que se podían conocer mejor dos personas que no se habían visto jamás pero que se habían adentrado tanto el uno en el otro que parecieran conocerse de toda la vida. Se habían contado cosas que jamás habían contado ni expresado a sus respectivas parejas, habían intimado tanto a pesar de la distancia que no tenían secretos el uno para el otro. “Qué extraña es la vida” -le decía Penélope a Andrés- “no sabemos nuestros nombres verdaderos, no nos conocemos físicamente, ni tan siquiera nos hemos enviado alguna foto por mail o intercambiado el número del móvil, desconocemos si todo es verdad o todo mentira, no podemos tocarnos pero sentimos la necesidad de conectarnos todos los días y hablar”. Andrés, cuando leía en la pantalla de su ordenador estas palabras escritas por Penélope sentía que el mundo se hacía añicos, pues todo el orden con el que fue labrando los 40 años de su vida se venía abajo. Todo se desmoronaba pero a la vez todo recobraba un sentido hacía mucho perdido.

En las ocasiones en las que no podían hablar por imperativos laborales minimizaban la web del chat para tener, aunque fuera de manera visual, en la pestaña inferior de la misma los nombres con los que se identificaban. Era tal la necesidad que tenían de encontrarse todos los días de trabajo que si por algún impedimento no se veían en el chat, aquel día lo invadía por completo la melancolía y la tristeza.

Dadas sus circunstancias personales sus encuentros se reducían a los días laborables, los fines de semana ambos volvían a aterrizar en sus incómodas vidas con la resignación de costumbre. Pasaban sin pena ni gloria hasta el lunes siguiente en el que se volverían a encontrar y donde iniciarían de nuevo una conversación que, a ojos de cualquiera, pudiera parecer la primera. Porque cada nuevo encuentro era como si fuese el primero. Las ganas y la ilusión parecían siempre renovadas.

Fue un martes del mes de junio cuando tras entrar, como hacían desde enero, en el privado algo lo cambió todo. Es difícil saber quién de los dos fue el que solicitó el encuentro, pero lo cierto es que si hasta entonces habían aparcado esa necesidad, de pronto esa otra realidad que habían ido tejiendo durante el día y destejiendo durante la noche, se volvió escasa. Lo que antes colmaba ahora dejaba con hambre, lo que antes tapaba agujeros ahora dejaba al descubierto nuevos huecos que se hacían necesarios llenar. Así de caprichoso es el azar y por extensión la vida misma. No puede dejar las cosas como están, todo ha de moverse, las cartas deben barajarse antes de empezar una nueva partida.

Quedaron para el viernes siguiente a la salida del trabajo. Comerían juntos inventando alguna excusa convincente que les permitiera despejar el camino en sus realidades cotidianas. Todo estaba organizado y planificado para que aquel encuentro tan ansiado supusiera, al menos, el empujón que tiñese de color sus vidas, o por lo menos las encendiera de nuevo, pues ese era el convencimiento que ambos tenían al respecto. Convinieron que para reconocerse irían vestidos de igual forma por lo que en el escenario previsto para la cita ella vestiría con un suéter negro y pantalón vaquero, él llevaría, por lo tanto, también vaqueros y jersey negro. La suerte estuvo con ellos y no hubo más personas con idénticos atuendos significativos, lo cual supuso un alivio para ambos cuando, por fin, pudieron verse y también tocarse intercambiando un beso en ambas mejillas tras los correspondientes saludos.

Estuvieron durante un instante que parecía eterno mirándose el uno al otro, escrudiñando detalles que durante tanto tiempo habían permanecido ocultos. Siempre cabía en lo que su imaginación había ido labrando sobre sus respectivas apariencias físicas la posibilidad de, llamémosle así, detalles que hicieran sucumbir el deseo en el pozo de la desilusión. Pero no fue así, ambos parecían satisfechos de lo que tenían ante sus excitadas miradas. La de Andrés, durante unos segundos, fijó su interés en la piel algo más blanca que delataba el comienzo de unos senos que se insinuaban de manera sugerente a través de su escote, deteniéndose un poco más de la cuenta en un hombro que también se mostraba de forma sugerente. Cuando percibió que ella se había dado cuenta, con cierto movimiento avergonzado de cabeza, apartó la mirada de forma súbita.

Convinieron en sentarse en una de las mesas cercanas a las vidrieras que daban a la calle, un poco apartados del resto de las personas que no llegaban a llenar el local pero sí que si se colocaban muy cerca de ellas podrían añadir algo de vergüenza y timidez no deseadas en su primera conversación no virtual. Pues ya no eran dos seres invisibles, ante si se tenían ambos en estado corpóreo, con sus rasgos antes imaginados y ahora hechos realidad. Hablaron y hablaron -ahora con sus voces no a través de palabras esparcidas sobre una pantalla-, y mientras hablaban no dejaban de mirarse. No debía escapar ningún detalle, ningún gesto, nada que se pudiera perder y no poder recordar si no volvía a haber más encuentros. La duda estaba ahí inapelable. Ambos mientras escuchaban lo que decía el otro no dejaban de pensar en esa posibilidad, en la de que este momento no volviera a repetirse. Que después de tanto esperar, imaginar y, sobre todo, desear este encuentro no volvieran a verse. Pues todo estaba yendo sobre ruedas. No había nada que les hiciese terminar la cita con alguna excusa que diera por zanjado algo que no satisficiera lo deseado.

Y así la conversación fue pasando según transcurrían los minutos a un tono mucho más relajado y de confianza. Los primeros titubeos, y algún que otro silencio, dentro de una primera conversación irrelevante que delataban cierta timidez y precaución dejaron paso a un diálogo distendido y agradable. Llegando a un punto en el que comenzaba a surgir entre ambos algo más que la necesidad de hablar y mirarse. Fue él quien sugirió buscar un sitio más tranquilo. Ella sonrió con una mueca de picardía que delataba su aceptación y algo más…

Salieron de la cafetería. Pararon un taxi que les condujo hasta un hotel cercano. Durante el camino no se volvieron a decir nada, tan solo se miraban y de vez en cuando sonreían. Cogidos, esta vez, de la mano entraron en el hotel, pidieron una habitación que pagaron con antelación dirigiéndose hasta el ascensor. Una vez en la habitación ambos acometieron el más antiguo de los rituales. Poco a poco y envueltos en una penumbra premeditada fueron quitándose una a una cada una de las prendas que componían su vestimentas. Slowly le decía él mientras la susurraba al oído una canción compartida por ambos. Ella suspiraba y sonreía. Desnudos sobre la cama conociendo sus cuerpos sin reparo, ya no hubo más palabras. No hubo más preguntas ni más respuestas a medias. Solo hubo el diálogo de los gestos, los gemidos, las caricias y los besos. Al fin, Andrés, pudo no solo contemplar por completo aquellos senos algo más blancos que el resto de la piel que conducía hasta el cuello de Penélope, si no también tenerlos entre sus manos. Y acariciar cada poro de su cuerpo emprendiendo una ruta con la que poder memorizar la cartografía de cada uno de sus rincones. Sujeto a las manos de Penélope pudo abarcar con su cuerpo el de ella para fundirse en un contacto pleno. Entre besos y movimientos acompasados fueron cambiando las posturas y los ritmos hasta que el silencio se lleno de espuma. Si durante un tiempo fueron un mar embravecido ahora eran una silenciosa playa en calma.

Tendidos sobre la cama, desnudos, boca arriba, con el cansancio lógico surgido tras la batalla dejaron morir sus cuerpos durante los minutos necesarios para resucitarlos en un nuevo combate.

Al día siguiente ambos volvieron a conectarse. Se buscaron y se encontraron. Ambos, sin verse, sonreían. Ambos, sin verse, ahora sí estaban del todo conectados.