Le desveló un ligero, pero contundente, golpe de viento proveniente del sur. Tumbado sobre la hamaca en la que hacía pocos minutos había logrado conciliarse con el sueño, giró su cabeza a ambos lados buscando miradas. Estaba solo, igual de solo que cuando quedó dormido. Volvió a cerrar los ojos para al instante volver a abrirlos. Misión imposible volver a recobrar el sueño. Giró de nuevo su cabeza a un lado. Delante del porche donde había colocado la hamaca y tras unos árboles creyó ver moverse el cuerpo semidesnudo de una mujer que pareciera joven. Sopló de nuevo el viento. Respiró azahares, laureles y yerbabuenas. Todo se mudó de tonalidades verdes. Le vino a la memoria unos versos. “Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”. El hombre se alegra de la interrupción del sueño. La mujer, entre los árboles, camina despacio, el sol la ilumina por completo mientras las sombras juegan con su cuerpo. Amaina el viento y ella comienza a cantar. Su voz pareciera desprender aromas de madreselvas, hinojos y amapolas. Embriagado y absorto por la escena volvió a beber otro sorbo de té de flores de brugmansia.
Cuando unas voces provenientes del interior de la casa ahogaron aquel dulce canto, al hombre le pareció distinguir a un unicornio azul entre los árboles.
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