Era domingo por la tarde, verano, hora de
la siesta. No muy lejos se escuchaba el chascarreante sonido de la
incombustible cigarra. Mientras su padre dormitaba a boca abierta en la hamaca
del jardín, Pablito jugaba con un artilugio conocido entre los niños como ballesta, compuesto por una
tablilla en cuyos extremos se enganchaba una goma elástica asida por el mecanismo de una
pinza para la ropa, tensada de lado a lado y sujeta en una punta por un clavo y
en la otra por una pinza, también de las de tender la ropa. Pero Pablito más
que jugar intentaba cazar una mariposa que daba vueltas alrededor de la cabeza
de su padre. Su fama de cazador implacable era de sobra conocida por todos los
afortunados insectos que habían logrado sobrevivir a la pertinaz afición
cinegética del niño. Pero esta vez el reto era mayúsculo. Nunca antes había
abatido a ninguna presa en movimiento. Tras errar el tiro, el incesante chasquido de la
cigarra quedo enmudecido por un lastimero e incontenible grito. Quién sabe si alguna
otra mariposa, en otro jardín, agitó sus alas un instante antes del fallido disparo.
Welcome to the Inopia.
Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.
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