Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

domingo, 13 de marzo de 2011

Más microrelatos.

EL ESPEJO.

Cuando se levantó aquella mañana lo primero que hizo, como siempre, fue comprobar que efectivamente el suelo seguía bajo sus pies. Una vez hecho esto y después de estirar su cuerpo se dirigió hacia el baño. Ante el espejo su otro yo le miraba con un gesto que él interpretó como retador ¿A cuento de qué aquél tipo le retaba? ¿Y si ambos eran la misma persona, cómo podía retarse a sí mismo? Al terminar con todas aquellas preguntas estúpidas que le venían a la cabeza, y con cierto tono de superioridad, se atrevió por fin a decir lo siguiente:

-Aunque seas más guapo, más listo y hasta más fuerte que yo sigues siendo igual de viejo. Pero lo mejor es que la mujer que deseas y que duerme plácidamente en la habitación de al lado nunca lo hará contigo.

Una vez más volvió a llenarse de autoestima.



EL PERRO.

Miró a su perro y, una vez más, volvió a sorprenderse. Siempre pensó que a aquél animal solo le faltaba la cualidad del lenguaje, el humano, por supuesto. Su mirada, sus gestos, sus movimientos de cola, sus ladridos, todo el compendio de medios para intentar comunicarse que utilizaba su perro le maravillaba aunque no llegaba nunca a comprender.

El perro, como en otras ocasiones, parecía querer decirle algo, pero como siempre ni con miradas de profundidad inigualable, ni con movimientos de cola y ladridos de lo más elocuentes, parecía encontrar la manera de ser entendido. A pesar de todo el esfuerzo su dueño seguía con la perplejidad de costumbre.

 Así pues, también como de costumbre, se dio media vuelta y optó por tumbarse resignado en el lugar de siempre, comprobando por enésima vez cómo su dueño seguía siendo tan humano como el resto.


ZAPPING.

Recostado sobre el respaldo del sofá pasaba sobre una cadena tras otra con el mando del televisor empuñado en su mano derecha. Imagen tras imagen los programas televisivos aparecían y desaparecían fugaces ante su mirada. Ahora hacia delante, ahora hacia atrás, repetía y repetía la misma operación sin dejar sintonizado un canal determinado. Su mujer, sentada junto a él, empezaba a irritarse. Contemplaba la escena atónita sin saber muy bien si su marido se había vuelto loco o es que a lo mejor le había dado un tic nervioso en su mano y por eso no podía dejar de cambiar de canal.

Cuando la mujer comenzó a notar que aquello no era normal y que su marido parecía haber perdido la razón desenchufó de un tirón el cable que alimentaba el dichoso aparato diabólico, pues parecía querer apoderarse de su marido. Y aún así, con la pantalla totalmente en negro su marido seguía erre que erre dándole al zapping. Fue entonces cuando la mujer le arrebató el mando a distancia y lo arrojó por la ventana. El marido se levantó, se estiró y dándole las buenas noches se marchó a la cama. Su mujer quedo atónita mirando como su esposo se marchaba como si no hubiera sucedido nada.


LAS LLAVES DEL PARAÍSO.


Vivo en el paraíso -pensó-. No puedo pedirle más a la vida. Me ha dado todo lo que podía esperar de ella y más. Soy feliz, inmensamente feliz. Soy la envidia del resto de los mortales, todos quisieran ser como yo. Bien parecido, joven, con estudios, rico, famoso, casado con una bella mujer. El resto de las mujeres también me desean, los hombres me envidian, mis empleados me veneran y soy como una especie de dios para ellos.

Mientras seguía con sus autoalabanzas se echó la mano al bolsillo. Su cara cambió por completo. De la serenidad pasó al nerviosismo. Su preocupación se hacía cada vez más evidente. En la sala de dirección que presidía, sus directivos miraban con gesto de extrañeza y preocupación la escena que tenían ante sus atónitos ojos. No comprendían que le estaba pasando a su admirado y venerado director general.

Mientras tanto, el hombre feliz siguió buscando y buscando en cada uno de los bolsillos de su impecable traje de diseño. Cuando la desesperación dejó paso a la aceptación de los hechos, su garganta expulsó un grito de angustia: ¡He perdido las llaves, las llaves del Paraíso!

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