"Esa vida que se escabulle sin cesar por los alrededores, cada bola de estiércol bajo una de las piedras. Cuando era pequeña me pasaba el día sentada en medio de la polvareda, con una pamela de encaje, según se cuenta, jugando con mis amigos los escarabajos, los grises, los marrones y los negros, mucho más grandes, cuyos nombres he olvidado (...) No me dan miedo los insectos".
En medio de ninguna parte – J. M. Coetzee
A mi amigo Julio al que imagino a ras de suelo, con su cuaderno de campo y su cámara, observando con deleite todo lo que sucede en su tan querido reino de Lilliput.
El insecto.
Para Martín era un trayecto rutinario y carente de interés alguno el que hacía cada mañana para llegar puntual a su trabajo. Si no fuera por su capacidad de observación y fantasía los cuarenta minutos que duraba el trayecto desde Atocha a Alcalá de Henares se le habrían hecho, después de tanto tiempo llevándolo a cabo, un día tras otro, ida y vuelta, básicamente insoportables. Como digo, para matar el aburrimiento y el sueño, acostumbraba a observar con detenimiento y sin malicia alguna –aunque a veces esto le había traído algún que otro problema- al resto de los viajeros que compartían vagón. Durante el trayecto unos entraban y otros salían; mujeres y hombres, de edad avanzada y jóvenes, familias al completo, carritos de bebé y hasta una señora con pinta de aristócrata venida a menos con un pekinés entre sus brazos. Sus caras, sus gestos, sus movimientos y hasta sus posibles pensamientos eran "analizados" con la intención de matar el aburrimiento. A veces intentaba adivinar el motivo por el que se habían subido al tren, otras imaginaba como podían ser sus vidas y la mayoría de las veces se complacía simplemente con el minucioso análisis de los rasgos físicos más característicos. Como decía antes, esto último le había traído más de un problema, ya que en alguna ocasión era tal su fijación que alguna de las personas que estaba siendo sometida a su silencioso y perspicaz análisis se le había encarado por esta actitud tan poco “educada”. Martín se disculpaba entonces aduciendo en su defensa que era retratista y que gustaba de analizar "solo con finalidad artística" los rostros que le parecían más llamativos.
Y así pasaban los días y las tardes antes y después del trabajo, con repetidos, monótonos y aburridos viajes en tren de casa al trabajo y del trabajo a casa. Mirando y observando a la gente que subía, bajaba y permanecía en el mismo vagón hasta que un día, algo sorprendente a la vez que hermoso ocurrió ante su atenta y observadora mirada. Puede que alguno de los que lean este relato no compartan, sobre todo, el adjetivo hermoso para “definir” lo que viene a continuación, pero para nuestro aburrido viajero fue la primera palabra que acudió a su mente cuando por delante de sus ojos, y al abrirse una de las compuertas del vagón al llegar a una de las estaciones donde hacía parada, apareció volando una mantis religiosa. Tras un breve aleteo por el vagón ante el espanto e incluso el asco suscitado por su presencia entre el resto de pasajeros, osó posarse sobre la pierna de Martín. Allí, inmóvil, silencioso, acechante, quedó sujeto al jeans que cubría dicha pierna cuando se volvieron a cerrar las puertas del vagón.
La escena que se presentaba a partir de ahí era la siguiente: nuestro viajero sin inmutarse observando ahora al bello insecto de color pardo posado sobre su pierna y el resto de viajeros mirando a la vez a nuestro amigo y a la mantis. En sus caras se podía, y esta vez sin mucho imaginar, leer la mezcolanza de sensaciones y opiniones que les suscitaba aquel hombre cuya pierna había sido “poseída” por un insecto “repugnante y seguro que hasta venenoso” compartiendo un espacio reducido donde la situación podía cambiar de un momento a otro. Es decir, que la pierna o cualquier otra parte de sus cuerpos pasase a ser “poseída” también por aquel “bicho tan maligno y peligroso”. Y esa posibilidad parecía bastante probable, sobre todo si nuestro amigo procediese a actuar como cualquiera de estos asustados pasajeros hubieran hecho si de ellos se tratara, es decir: apartar a aquel bicho sin miramiento alguno lo más rápido y lejos posible.
Pero no, nuestro amigo no actuó como hubiera correspondido, según la común, y cruel a veces, lógica humana, a quitarse al insecto de un manotazo. Por el contrario, siguió observando con verdadero entusiasmo y fascinación los rasgos físicos que conferían una exótica y extraña belleza a aquel minúsculo ser vivo, cuyo único delito había sido haber entrado en aquel tren, quizás, arrastrado por alguna corriente de aire, y llevar tras de sí durante gran parte de su existencia como especie una atribuida y falsa leyenda de crueldad.
Y así permanecieron ambos, la mantis inmóvil, nuestro amigo igual de inmóvil y en silencio y los pasajeros lo más apartados posible del lugar donde se encontraban ambos y sin entender porqué aquel bicho no había sido expulsado -para algunos mejor aplastado- en la siguiente parada.
Tres estaciones más fueron las que pasaron hasta que Martín, por fin llegó al final de su trayecto. Fue entonces cuando con suma delicadeza acercó su mano al insecto y con un ligero empujoncito con la otra consiguió que se posara sobre su dedo índice. Tras levantarse de su asiento abandonó el tren con el insecto en su dedo. Una vez fuera, y cerca de unos jardines levantó su mano para que pudiera retomar de nuevo el vuelo.
Puede que no se produjese un efecto “mantis” en ningún otro lado del planeta cuando el insecto retomó el vuelo. Puede que los viajeros que contemplaron la insólita escena de un hombre compartiendo trayecto ferroviario con una mantis religiosa lo contaran en sus trabajos, a sus amigos o familiares como un suceso pintoresco e increíble, pero desde el plano de la incredulidad que confiere la absurda e inculta creencia de que cualquier insecto es un bicho repugnante y dañino al que hay que exterminar. Puede que Martín no salvara el planeta con su acto ni a ninguna especie en vías de extinción pero esa mañana, en su repetitiva y monótona vida laboral, se dibujó una sonrisa que le otorgó un secreto y extraño placer durante el resto de la jornada.
el comienzo del relato me recuerda a mí cuando tardaba también unos 40 min en el cercanías para llegar a la universidad :)..bonita historia
ResponderEliminarMuchísimas gracias amigo. Ha sido un bonito detalle.
ResponderEliminarEnhorabuena por tu estupendo rincón.
Un abrazo.
Precioso... de pequeña tenía pavor a los insectos, ahora no es que vaya a adoptar ninguno para llevarlo a casa, pero sí que me gustan, incluso algunos me parecen muy hermosos como dices en el relato.
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