Felices fiestas nos dicen sin cesar en estos días todos aquellos con quien nos cruzamos; en la familia, en el trabajo (quien tiene la suerte de tenerlo) con los amigos. Como si la felicidad y la fiesta tuviera que ir necesariamente unida a la navidad. Fiesta, una palabra asociada a diversión, amistad, música, comida, alcohol (para qué engañarnos) y sin embargo en estas fechas adquiere una dimensión y sentidos bien distintos.
Pues esto de la fiesta propiamente dicha debería conllevar diversión cuando normalmente te reúnes con las personas afines a ti para poder reírte, charlar y disfrutar, pero en navidad no. En navidad si hay uno con el que te llevas de puta madre, te toca en el extremo de la mesa opuesto. En navidad te sientas al lado del que menos te apetece porque no hay otra opción. En navidad nos juntamos con cuñados, hermanos, primos, padres, sobrinos, abuelos y hay que intentar que la conversación que mantengas sea distendida aunque esto se igual de improbable como que te toque la lotería.
Y es que cuanto más lo pienso más me debería gustar la navidad (soy una pura contradicción). Todo el día feliz cual perdiz haciendo felices a los demás. Si es que es un derroche total de felicidad y alegría. Tanto es así, que el gobierno debería decretar el estado de navidad todo el año e imponer la felicidad por decreto porque está claro que, tal y como están las cosas, la única manera de alegrarse es si te lo mandan por ley. Y el que no sea feliz en estas fechas que le quiten puntos del carné de la felicidad.
Por tanto, no logro entenderme a mí mismo. Por qué odiaré tanto la ¡puta navidad de los huevos! Será porque me repelen las interminables colas en los supermercados y tiendas de las grandes superficies del consumo, y me dan arcadas cada vez que pienso en los precios que alcanzan los langostinos congelados, la merluza y el pavo. O será porque siento espasmos cuando pienso en las horteradas que programan las televisiones durante estas fechas, sobre todo en la noche de fin de año donde se me atragantan hasta las uvas al contemplar el bochornoso espectáculo de los presentadores, vestidos de etiqueta, explicando que no hay que empezar a devorar uvas hasta que no terminen de sonar los cuartos. No sé, siento unas ganas tremendas de cagarme en todo lo que significa la navidad, pero en lo que me cago con verdadero énfasis es en esos putos Santa Claus escalando las fachadas de los edificios… y en el soporífero discurso del rey, por supuesto. Por cierto, ¿mencionará este año a su yerno Hurtangarín...?
Si, la verdad es que no logro entenderme a mí mismo. Mientras sigo en el intento y como decía Maki Navaja el último chorizo (decente): me cago en tó, pero en estas fechas “tan entrañables”, y por llevar la contraria y joder un poco, me cago en la puta y odiosamente entrañable navidad.
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