Dos tipos discutían acaloradamente en la calle. Se les
podía ver desde mi ventana. Aunque no podía escuchar claramente cuál era el
motivo de la discusión, los dos hombres de mediana edad y ataviados uno con
traje oscuro y el otro con traje gris, parecía como si uno de los dos hubiera
cruzado cierta frontera prohibida. Deduje que debían ser vendedores. Yo también
lo era y su aspecto no era muy diferente al mío cuando me enfundaba el traje de
faena.
Al cabo de unos treinta minutos uno de los dos hombres
se marchó no sin dejar de hacer aspavientos con los brazos. Sonó el timbre de
la puerta. Abrí. Era el hombre del traje gris. También vendía puerta a puerta.
Antes de que me dijera lo que ofrecía le pegunté por la disputa. Pura competencia -me dijo-, soy pastor de una
nueva religión que posee el dios que lava más blanco. Mi competidor decía que
además de blanquear, el suyo, también abrillantaba. Solo trataba de
demostrarle que esta zona era mía. Me entregó un librillo con todos los detalles.
Después
de aquella visita sigo siendo ateo pero aproveché la ocasión para hacerle
cambiar de compañía de seguros.
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