Sin ti nada emerge a las divinas riberas de la luz, y no hay sin ti en el mundo ni amor ni alegría.
Lucrecio
Hace ya algunos años, más bien muchos que algunos, conocí a una persona que marcó para siempre lo que iba a ser, desde ese momento, mi vida, al menos en lo que se refiere a la lectura y el ímpetu por conocer. Era un pintor, en sus años de juventud bohemio y viajero incansable que, aunque quizás entonces no contara ni setenta años, parecía un anciano cerca del final de sus días. Su pelo y barba blanca proyectaban una imagen de sabio bohemio a la antigua usanza. Solo faltaba redondear su cara con unas gafas de cristales redondos para completar el tópico. Quizás se debiera a lo agitado de sus años de juventud más que a una sabiduría recogida a lo largo de cientos de experiencias vitales, pero lo cierto es que resultaba agradable a la vista. Lo veía siempre pintar en un piso que la inmobiliaria de mi bloque de viviendas le prestaba por las tardes, cuando las gestiones administrativas que llevaban a cabo cesaban. A través de la ventana y en verano, aprovechaba su cercanía para atrapar la luz en sus lienzos. Se llamaba Diego Bretaños, bajito, de complexión delgada y de aspecto algo barroco, era dicho personaje con el cual llegué a entablar una entrañable amistad. No hablaba casi nunca con nadie, su amistad con el gerente de la inmobiliaria le había hecho ser merecedor del préstamo de uno de los despachos de la misma sin plazos salvo el cierre, que se veía inminente debido a la falta de venta de pisos que gestionar. Conmigo hacía una excepción. Ante la continuada compañía que por las tardes compartía con este personaje, mis padres habían comentado con aquel caballero que andaban inquietos porque yo no hacía más que leer y dibujar cuando lo más normal para la edad era estar jugando en la calle. Hasta le llegaron a pedir por favor les diera algún consejo que terminara con mi excesivo interés por cosas para nada acordes con mi edad.
Al señor Bretaños, que así era conocido en el barrio, lo que más despertaba su curiosidad y simpatía era que leyera cualquier cosa que cayera en mis manos sin importarme ni el título ni si tuviera o no ilustraciones. Los motivos no vienen al caso, pero de aquella amistad entre adolescente y anciano prematuro surgió la posibilidad de acceder a un montón de libros, fotografías antiguas, postales de viajes, discos y toda una miscelánea de lo más variopinta. Pero lo con lo que más disfrutaba era con esos libros antiguos, de hojas amarillentas, sin ilustración alguna salvo en la cubierta, y que llamaban de manera increíble mi atención y avidez lectora. Todas las tardes de verano y finales de la primavera, cuando las vacaciones escolares eran, por fin, realidad, me invitaba a pasar un rato a su casa, un piso interior con muy poca luz, lo cual era la causa de que sus lienzos fueran pintados en el piso en préstamo. Tras una breve conversación durante la cual era tratado como una persona mayor –cosa que me encantaba, como a cualquier niño- el señor Bretaños tanteaba las viejas baldas de madera que sostenían a duras penas la acumulación de polvo y libros para al final dar con un ejemplar que me prestaba, siempre con el mismo consejo:
-Acuérdate siempre que estos libros no solo se leen con la mente si no también con el corazón. Deja volar tu imaginación y disfrutarás de veras con ellos.
Así pude leer, sin apenas enterarme del todo todavía, a E. Salgari, J. Verne, J. London, M. Strogoff, M Twain, D. Defoe y tantos otros clásicos de aventuras con los que me introduje en el apasionante y adictivo mundo de la lectura. Para mi estos autores significaban una invitación a la aventura, a dejarte llevar por un espíritu lleno de libertad y emoción, pero también una puerta que se abría de par en par al mundo de la creación literaria. No mucho después de los libros de aventura fui pasando, casi sin darme cuenta, a otro tipo libros que me fueron introduciendo poco a poco en lo que hoy más me fascina, que no es otra cosa que la condición humana.
Al principio no podría asegurar que entendiera gran cosa de aquello que leía, pero sí tengo la certeza de que poco a poco algunas de las ideas que plasmaban aquellos libros fueron grabándose en mi cabeza como semilla que guarda paciente a la espera de una primavera prematura que está al caer. La fascinación es algo consustancial en los niños y más cuando ésta se une a un ímpetu desmedido por conocer. Si algo te fascina cuando eres niño raramente nunca se olvida. La fe del señor Bretaños en las futuras generaciones llegaba tan lejos que cuando le devolvía alguno de los libros prestados, siempre me preguntaba qué es lo que más me había gustado y si había aprendido algo con lo leído, pues siempre estaba dispuesto a explicar aquello que no fuera entendido.
Después, como decía, a los clásicos de aventuras les siguieron otros libros que estaban directamente relacionados con el saber humano. De Jack London pasé a la lectura de algunos de los clásicos griegos más conocidos como quien cruza una calle, con la naturalidad de quien le gusta caminar. Insisto en la idea de que al principio no es que comprendiera gran cosa, pero de inmediato advertí que en aquellas páginas se encerraba una sabiduría que si había seducido a gente tan admirable y sugerente para mí como al señor Bretaños, algo maravilloso e importantísimo me esperaba cuando fuera mayor si lograba retener al menos una parte del saber guardado en aquellas páginas. Porque si algo define a los niños es el deseo de apropiarse de todo cuanto de valor ven en sus mayores más cercanos. Y así, seguí leyendo con un ímpetu desmedido todo lo que caía en mis manos, y quizás no lograra terminar todos los libros, ya no lo recuerdo, pero hasta anotaba aquello que me llamaba más la atención y no comprendía del todo en un cuaderno de notas que todavía conservo. Aún mantengo el recuerdo fresco de mis padres alarmados ante mi desbordante avidez lectora con exclamaciones tales como:
-¡Ah, pero sigues con esos extraños libros para adultos! ¡Nada bueno sacarás de ellos, sólo restar tiempo para lo realmente importante, tus estudios!
Durante esas suaves regañinas hacía como que no les escuchaba, siguiendo a lo mío, que no era otra cosa que abstraerme de todo cuanto sucedía a mí alrededor y seguir leyendo. Creo que, en el fondo, sentían cierto orgullo. Es admirable lo que se puede desatar en la fantasía de un crío cuando escucha las voces mudas de entre las páginas de un libro. Todo aquello cuanto leía me ayudó después a comprender mejor en una segunda lectura a todos estos autores para mí, todavía, venerados. Recuerdo que en mi cuarto, junto a las inevitables fotos de Bo Derek, figuraba una lámina romántica de Caspar David Friedrich en igualdad de condiciones, aunque con diverso ensoñamiento. Ese lienzo que muestra como un caballero del siglo XIX con bastón en mano da la espalda al espectador para contemplar, en silencio, el esplendor de la naturaleza. En aquella imagen me veía yo apartado del mundo y embelesado por aquello que me tenía atrapado por completo. Mi fascinación por el arte y el conocimiento hasta tal insospechada adicción fue inducida, sin ninguna duda, por el señor Bretaños, siendo aquella lámina de Friedrich uno de sus más preciados regalos y que todavía hoy conservo.
Pasaron los años y la inmobiliaria cerró y el señor Bretaños desapareció tal y como apareció aquella primera tarde de verano, en la que me quedé embobado mirando como con sutil delicadeza, estampaba colores sobre un lienzo. Los vecinos de barrio llegaron incluso a comentar que seguramente habría muerto en su casa y que su cadáver estaría pudriéndose hasta que alguien no llamase a la policía y abrieran la puerta. Otros dijeron que se había marchado a casa de un supuesto hijo que vivía desde hacía años en Londres y, los más atrevidos, llegaron a decir que seguramente podría haber sido arrestado por supuestos delitos cometidos en su pasado más reciente antes de llegar a nuestro barrio. Es increíble como la fantasía de la gente llega a ciertos niveles de alucinación desmedida y como gusta de imaginar hechos inverosímiles sin disponer de prueba alguna. Nunca hice caso de tales chismorreos. Más tarde supe que el señor Bretaños murió en Barcelona a donde marchó a vivir con su hija. En mi memoria perdura aún su recuerdo como en uno de sus frescos, limpio, lleno de luz y colores. Nuestro pasado forma parte de nuestro presente como ladrillos superpuestos sobre el inquebrantable y sólido muro que se levanta día a día, minuto a minuto sobre nuestra vida. Somos lo que un día se forjó sobre nosotros, soy lo que día a día se ha ido forjando en mí gracias, entre otros, al señor Bretaños.
Estamos en abril, hace demasiado calor para las fechas en las que estamos y la contaminación cubre Madrid en forma de su singular y conocida popularmente como “boina”. Una vez finalizados los carnavales y, tras cuarenta días, llega la Semana Santa. Siempre me mantuve muy crítico e incluso llegué a la burla al contemplar como cada año estas masas de gente que poco entienden de lo que festejan o veneran se lanzan a la calle poseídas por un ímpetu irracional. Pero ahora con el paso de los años y a alguna que otra cana que asoma impertinente en mi cabeza, no solo en su exterior, si no también, y lo que es más relevante, en su interior, no me provocan ningún sentimiento de superioridad y desprecio sino más bien lo contrario, pues tengo la certeza de haber perdido casi por completo ese espíritu de inconformismo y rebeldía que me hacía creerme especial, cuando en el fondo tan solo era un mero disfraz con el que aliviar la desdicha que te produce la incomprensión de los que te rodean.
Tengo como libro de lectura nocturna junto a la lámpara de mi mesilla Rerum Natura de Lucrecio, al que no había regresado desde hacía muchos años y de la que formaba parte, en aquella vieja estantería, de la colección de polvorientos libros cargados de sabiduría y aventuras del señor Bretaños. Entre sus páginas me aborda su recuerdo y hasta creo oír la afónica voz del señor Bretaños contándome con esa intensidad cegadora que sólo da el resplandor de los años vividos con intensidad, cómo festejamos, reímos, lloramos, gritamos de rabia y dolor pero sin embargo seguimos adormecidos frente a la insensatez, la ignorancia y la desesperación que produce ver tanta sin razón. Contra ellos recuerdo que decía, sólo cabe alzar la dignidad del conocimiento cuya libertad última es la incombustible belleza del progreso humano, por más que nos empeñemos en destruirlo en un continuo y descabellado retroceso.
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