EL TIGRE ( 1ª PARTE)
“Aparte del olor a alcohol y algún babeo ocasional,
dices cosas muy interesantes”.
Elisabeth Shue a Nicolas Cage en “Leaving las Vegas”
Quiero empezar haciendo un alegato sobre mi dignidad, pues tengo una especie de relación de amor y odio con ella. Me abandona y vuelve, parecemos tan unidos a veces y otras, en cambio, parece que no nos conociéramos. Es algo que dura más de lo que yo quisiera pero he empezado a aceptarlo como el engranaje sustancial de mi vida. Y sobre ésta, o más bien sobre un episodio de la misma es sobre lo que quiero narrar. Dicho esto no les trataré de justificar la absurda, para mí, idea de disfrazarme en unos carnavales. Pues esto ya lo hago para mis adentros cada vez que recuerdo este lamentable episodio. Aquí, trataré de contar lo sucedido tal y como lo recuerdo según me viene a la memoria. Ya digo que nunca me había disfrazado anteriormente, bueno, excepto el día de mi primera comunión que la hice de Teniente Coronel de la Marina y alguna que otra ocasión de mi niñez en las navidades del colegio. Pero en aquellos fríos días de febrero, el impulso que me indujo a meterme en la piel de otro vino provocado por un necesario cambio de rol, o de guión, o como lo queramos llamar, pero lo cierto es que necesitaba transformar mi arrugado pellejo y olvidar mi asquerosa existencia aunque fuera tan solo por unas horas. Cuando por fin tomé la decisión un cosquilleo en los oídos pareció anunciarme la entrada en una perspectiva bien distinta a la actual, pues empecé a tener la sensación de que algo nuevo y disparatado iba a suceder, y no podía ser de otra manera dadas las pintas con las que me propuse salir a la calle.
La decisión no fue fácil como decía, si nos atenemos a que el tipo que les relata jamás se le pasó por la cabeza disfrazarse. Es más, siempre manifesté mi repulsa ante cualquier celebración en las que fuera necesario bailar, esforzarse por pasárselo bien, ser sociable, amable, divertido, etc. No digamos de las tradiciones y conmemoraciones populares y festivas de distinta índole, arraigadas con fuerza en el sesgo tradicional de la cultura patria. Siempre había defendido la postura, muy criticada siempre en cualquiera de los foros donde tuviera la ocurrencia de exponerla, de acabar con todas aquellas tradiciones –absurdas para mi peculiar manera de enfocar las cosas- en las que no se resaltara ningún valor cultural y artístico, digno de tal mención, además de caer en la zafiedad o mediocridad más insultante. Pongamos como ejemplos fiestas patronales, romerías, procesiones y demás sandeces más propias de culturas estancadas en épocas anteriores a cuando el género humano decidió “ilustrarse”. Pero los carnavales nunca cayeron en mi feroz y mordaz crítica. Tienen un no sé qué, un punto de trascendencia hacia lo prohibido, hacia el alter ego, que provocó siempre mi curiosidad y respeto. Eso sí, mis observaciones sobre esta festividad habían sido siempre hechas desde la “barrera”, nunca hasta entonces había tenido la osadía de lanzarme al ruedo y participar en el jolgorio dejándome llevar por mis instintos más primitivos y quizás más sinceros e inocentes.
Y aquella vez iba a ser diferente, o eso pensaba. La excitación se había apoderando de mí a pasos agigantados, encontrando en ella la justificación que necesitaba ante la idea irrevocable de salir disfrazado a la calle, mezclarme entre la muchedumbre alcoholizada y festiva y dejarme arrastrar por los acontecimientos, cuales fueran, pues en esos momentos me importaba todo un carajo. Ya insinué al principio de este relato que mi vergüenza torera se debió perder por alguno de los caminos en los que durante los últimos tiempos había transcurrido mi vida.
Pero pasemos al inicio del ritual en el que comenzó mi transformación, donde me recuerdo a solas frente al disfraz de tigre (sí, sí, de tigre), no sabiendo si su mirada significaba aprobación o descojone. Ya sé, ya sé que los tigres ni aprueban ni mucho menos se descojonan, sobre todo si son de trapo, pero les aseguro que el puñetero disfraz parecía como si quisiera decirme algo. Creo recordar que interpreté lo siguiente:
-No te atreverás, por más que lo intentes no osarás colocarme sobre ese miserable cuerpo que envejece sin ninguna delicadeza.
La última parte de lo dicho me molestó muchísimo pero ya que íbamos a ser compañeros durante toda la noche preferí no tenérselo en cuenta. Mi decisión ya había sido tomada, por lo que intenté hacer oídos sordos a tan necias palabras. Aún así algún pensamiento injurioso sí creo recordar haberle dedicado.
-Maldito tigre -dije para mis adentros- quien le habrá pedido su opinión.
Y el tigre, al ver mi cara de alucine, no hizo otra cosa que mofarse, lo cual fortaleció aún más mi inamovible posición al respecto. Aunque solo fuera por el poco orgullo que me quedaba.
-Si tú ríete -pasando del pensamiento a las palabras- que quien ríe el último ríe mejor.
No sé muy bien a cuento de qué le solté aquella advertencia, pero lo cierto es que me hizo ascender desde el último eslabón de la cadena evolutiva, donde creía encontrarme, hasta la cima de la pirámide. Este baño de autoestima lo necesitaba como el comer en aquellos momentos, aunque fuera a costa de un disfraz de tigre parlante. Por cierto, creo no haber mencionado que dicho disfraz no se parecía en nada a los tigres que acostumbramos a ver en el zoo. Ni mucho menos, pues el único que quedaba en la tienda era lo más parecido a ese personaje de tebeo infantil llamado Tigger. Y es que no dude en ningún momento que si me disfrazaba de algo tenía que ser de tigre. Animal por el que siempre he tenido una gran devoción desde que desde pequeño contemplé con estupor cómo le engullía un brazo al domador en una representación circense. Recuerdo a mi madre tapándome los ojos mientras el público gritaba de pánico. Aquello para mí significó, aunque al principio no me diera cuenta del todo de lo sucedido, un claro símbolo de rebeldía y ataque contra la autoridad. Por lo cual, cuando se me ofreció como única opción el susodicho disfraz no puse mucha resistencia ya que no disponía de más tiempo para encontrar alguno más adecuado a la estima que le tenía a tan simbólico felino.
Tras algún que otro escarceo con el dichoso disfraz pude ponérmelo por fin. No sin antes tomarme un par de güisquis, combustible necesario para doblegar a semejante bestia. Un tercero recorrió mi garganta agradecida con el disfraz ya por fin unido a mi cuerpo como una segunda piel. A partir de ese momento ya no sería yo el que bebía si no el tigre, algo que tranquilizaba mi conciencia hasta límites insospechados.
Una vez acomodado en mi nuevo rol, procedí a servirme el penúltimo güisqui antes de abandonar mi guarida. Y no fueron más porque la botella, por más que fuera agitada, no se dignaba a soltar más que cuatro miserables gotas de líquido preciado, y por si las mezclas no le sentaran bien al tigre que llevaba dentro al güisqui no le siguieron otros licores, cosa que de haber sucedido hubiera impedido, seguramente, haber proseguido con mi descabellada idea carnavalesca.
No fue fácil bajar las escaleras desde el quinto piso hasta la calle. El ascensor estaba averiado desde hacía varios días por lo que todo parecía ser una confabulación en mi contra, orquestada por alguna sociedad secreta empeñada en joderme la existencia hasta en los más ínfimos detalles. Pero no iban a poder conmigo. Era tal mi voluntad que, aunque tuviera que tomarme toda la tarde, acabaría cumpliendo con mi destino.
No sin cierto bochorno por fin estaba en la calle. A mi alrededor se agrupaban o dispersaban, según fueran gregarios o no, que para eso los documentales de la 2 nos instruyen sabiamente al respecto, todo tipo de animales en posición bípeda. Leones, jirafas, patos, gallos y hasta una manada de rinocerontes circulaba por la avenida en la misma dirección. Aquella singular escena me recordaba a esa película de dibujos animados en la que todos los animales de la sabana acuden a dar su enhorabuena al primogénito real. Creo recordar que su título es el Rey león.
Si no fuera porque era consciente todavía de que aquello formaba parte del espectáculo carnavalesco hubiera podido imaginar que estaba ante una invasión alienígena. De lo más surrealista eso sí ya que aparte del desfile lo formaban una pequeña representación de los personajes más conocidos de la Guerra de las Galaxias. Pude ver a E.T. y al capitán Spok. Tampoco faltaban en tan singular repertorio neandertales, vampiros, enfermeras, travestidos, mosqueteros, guardiaciviles –estos no sé si eran de verdad o de mentira, pues mi estado etílico me impedía discernir claramente entre realidad y fantasía- toreros, curas y monjas y hasta un tipo disfrazado de astronauta, desfilaban calle abajo abducidos por sus nuevas personalidades. No sé porqué, pero este último acaparó todas mis simpatías. Eso sí, tigres, hasta ese momento, solamente el tipo que les relata.
Una pandilla de bomberos con botellón en mano y con más que sonoras risas me sacaron de la obnubilación en la que me hallaba sumergido, recordándome el principal objetivo de aquella noche: beber hasta perder el control. Me dispuse por tanto a enfilar la dirección que conducía hacia el garito del que recordé me sacaron a patadas la última noche que salí de copas. Sentía un especial morbo injustificado, pero morbo al fin y al cabo ante la idea de volver a entrar en él. No recuerdo muy bien cuál fue el motivo, aunque creo que tuvo que ver con algo que le dije a una señorita de buen ver que tomaba un gin tonic en la barra. Aunque ahora no venga a cuento, puedo jurar que no soy dado a cometer excesos verbales con mujeres, más si me atraen físicamente, pero dijera lo que dijera creo que más bien lo que pasó es que no debió gustarle al tipo calvo y con gafas negras que la acompañaba. Esperaba que debido a mi disfraz y a la confusión reinante no se me reconociera, sobre todo por el portero al que, en aquellos inolvidables momentos, le recordé, según daba con mis huesos por el suelo cuando me sacó a patadas, la procedencia y oficio de su madre y antepasados más recientes.
No sin cierto temor a ser reconocido me encontraba dentro del local. Me acerqué a la barra donde pude reconocer al camarero aunque maquillara su rostro con pinturas como las que llevan los payasos de circo. Antes de pedirle un “escocés” con hielo, puede observar como a mi lado una coneja y un, o al menos eso era lo que parecía, lagarto de color marrón se comían a besos. No sin cierta envidia me centré en lo prioritario en ese momento, que no era otra cosa que humedecer el gaznate.
Apoyado en la barra copa en mano pude comprobar, no sin asombro, como más que una garito de copas del barrio de Malasaña, parecía más bien uno de esos bares que aparecen en las películas de la saga de la Guerra de las Galaxias donde seres y bichos de todos los planetas alternan animadamente como si fuera lo más normal del universo intergaláctico. Mientras la coneja y el lagarto seguían a lo suyo, mi atención se detuvo, esta vez, en un grupo de presidiarios que en torno a una mesa, además de meterse alguna que otra raya, reían sonoramente. Pero no era eso lo que más llamó mi atención. Por más que restregaba mis ojos no daba crédito a la escena que se desarrollaba en aquella mesa. Ante la duda me acerqué con disimulo para por fin constatar que era mi jefe el que aspiraba, vestido de presidiario una de esas rayas, con un ímpetu que pareciera que la vida le fuera en ello. Así, por fin, pude confirmar algo que siempre imaginé y que hasta ahora no había podido constatar. Además de cocainómano era un impresentable adúltero baboso y pederasta que aparte de engañar a su mujer, cosa que era sabido por todos en la oficina, engañaba
Continuará...
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