Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

domingo, 5 de febrero de 2012

EL CHAT.


Todos los días entraban al chat buscándose el uno al otro entre los numerosos nicks. Cuando se encontraban se introducían de inmediato en el chat privado sin más dilación, ya no les importaba el resto. En esa confusa red de nombres y frases solo existían sus apodos. A pesar de haber pasado varios días desde su primer encuentro todavía no se habían dicho sus verdaderos nombres. Quizás fuese el miedo o el quiero y no puedo o no debo. O quizás más adelante, pensaban, “cuando nos conozcamos mejor”, si es que se podían conocer mejor dos personas que no se habían visto jamás pero que se habían adentrado tanto el uno en el otro que parecieran conocerse de toda la vida. Se habían contado cosas que jamás habían contado ni expresado a sus respectivas parejas, habían intimado tanto a pesar de la distancia que no tenían secretos el uno para el otro. “Qué extraña es la vida” -le decía Penélope a Andrés- “no sabemos nuestros nombres verdaderos, no nos conocemos físicamente, ni tan siquiera nos hemos enviado alguna foto por mail o intercambiado el número del móvil, desconocemos si todo es verdad o todo mentira, no podemos tocarnos pero sentimos la necesidad de conectarnos todos los días y hablar”. Andrés, cuando leía en la pantalla de su ordenador estas palabras escritas por Penélope sentía que el mundo se hacía añicos, pues todo el orden con el que fue labrando los 40 años de su vida se venía abajo. Todo se desmoronaba pero a la vez todo recobraba un sentido hacía mucho perdido.

En las ocasiones en las que no podían hablar por imperativos laborales minimizaban la web del chat para tener, aunque fuera de manera visual, en la pestaña inferior de la misma los nombres con los que se identificaban. Era tal la necesidad que tenían de encontrarse todos los días de trabajo que si por algún impedimento no se veían en el chat, aquel día lo invadía por completo la melancolía y la tristeza.

Dadas sus circunstancias personales sus encuentros se reducían a los días laborables, los fines de semana ambos volvían a aterrizar en sus incómodas vidas con la resignación de costumbre. Pasaban sin pena ni gloria hasta el lunes siguiente en el que se volverían a encontrar y donde iniciarían de nuevo una conversación que, a ojos de cualquiera, pudiera parecer la primera. Porque cada nuevo encuentro era como si fuese el primero. Las ganas y la ilusión parecían siempre renovadas.

Fue un martes del mes de junio cuando tras entrar, como hacían desde enero, en el privado algo lo cambió todo. Es difícil saber quién de los dos fue el que solicitó el encuentro, pero lo cierto es que si hasta entonces habían aparcado esa necesidad, de pronto esa otra realidad que habían ido tejiendo durante el día y destejiendo durante la noche, se volvió escasa. Lo que antes colmaba ahora dejaba con hambre, lo que antes tapaba agujeros ahora dejaba al descubierto nuevos huecos que se hacían necesarios llenar. Así de caprichoso es el azar y por extensión la vida misma. No puede dejar las cosas como están, todo ha de moverse, las cartas deben barajarse antes de empezar una nueva partida.

Quedaron para el viernes siguiente a la salida del trabajo. Comerían juntos inventando alguna excusa convincente que les permitiera despejar el camino en sus realidades cotidianas. Todo estaba organizado y planificado para que aquel encuentro tan ansiado supusiera, al menos, el empujón que tiñese de color sus vidas, o por lo menos las encendiera de nuevo, pues ese era el convencimiento que ambos tenían al respecto. Convinieron que para reconocerse irían vestidos de igual forma por lo que en el escenario previsto para la cita ella vestiría con un suéter negro y pantalón vaquero, él llevaría, por lo tanto, también vaqueros y jersey negro. La suerte estuvo con ellos y no hubo más personas con idénticos atuendos significativos, lo cual supuso un alivio para ambos cuando, por fin, pudieron verse y también tocarse intercambiando un beso en ambas mejillas tras los correspondientes saludos.

Estuvieron durante un instante que parecía eterno mirándose el uno al otro, escrudiñando detalles que durante tanto tiempo habían permanecido ocultos. Siempre cabía en lo que su imaginación había ido labrando sobre sus respectivas apariencias físicas la posibilidad de, llamémosle así, detalles que hicieran sucumbir el deseo en el pozo de la desilusión. Pero no fue así, ambos parecían satisfechos de lo que tenían ante sus excitadas miradas. La de Andrés, durante unos segundos, fijó su interés en la piel algo más blanca que delataba el comienzo de unos senos que se insinuaban de manera sugerente a través de su escote, deteniéndose un poco más de la cuenta en un hombro que también se mostraba de forma sugerente. Cuando percibió que ella se había dado cuenta, con cierto movimiento avergonzado de cabeza, apartó la mirada de forma súbita.

Convinieron en sentarse en una de las mesas cercanas a las vidrieras que daban a la calle, un poco apartados del resto de las personas que no llegaban a llenar el local pero sí que si se colocaban muy cerca de ellas podrían añadir algo de vergüenza y timidez no deseadas en su primera conversación no virtual. Pues ya no eran dos seres invisibles, ante si se tenían ambos en estado corpóreo, con sus rasgos antes imaginados y ahora hechos realidad. Hablaron y hablaron -ahora con sus voces no a través de palabras esparcidas sobre una pantalla-, y mientras hablaban no dejaban de mirarse. No debía escapar ningún detalle, ningún gesto, nada que se pudiera perder y no poder recordar si no volvía a haber más encuentros. La duda estaba ahí inapelable. Ambos mientras escuchaban lo que decía el otro no dejaban de pensar en esa posibilidad, en la de que este momento no volviera a repetirse. Que después de tanto esperar, imaginar y, sobre todo, desear este encuentro no volvieran a verse. Pues todo estaba yendo sobre ruedas. No había nada que les hiciese terminar la cita con alguna excusa que diera por zanjado algo que no satisficiera lo deseado.

Y así la conversación fue pasando según transcurrían los minutos a un tono mucho más relajado y de confianza. Los primeros titubeos, y algún que otro silencio, dentro de una primera conversación irrelevante que delataban cierta timidez y precaución dejaron paso a un diálogo distendido y agradable. Llegando a un punto en el que comenzaba a surgir entre ambos algo más que la necesidad de hablar y mirarse. Fue él quien sugirió buscar un sitio más tranquilo. Ella sonrió con una mueca de picardía que delataba su aceptación y algo más…

Salieron de la cafetería. Pararon un taxi que les condujo hasta un hotel cercano. Durante el camino no se volvieron a decir nada, tan solo se miraban y de vez en cuando sonreían. Cogidos, esta vez, de la mano entraron en el hotel, pidieron una habitación que pagaron con antelación dirigiéndose hasta el ascensor. Una vez en la habitación ambos acometieron el más antiguo de los rituales. Poco a poco y envueltos en una penumbra premeditada fueron quitándose una a una cada una de las prendas que componían su vestimentas. Slowly le decía él mientras la susurraba al oído una canción compartida por ambos. Ella suspiraba y sonreía. Desnudos sobre la cama conociendo sus cuerpos sin reparo, ya no hubo más palabras. No hubo más preguntas ni más respuestas a medias. Solo hubo el diálogo de los gestos, los gemidos, las caricias y los besos. Al fin, Andrés, pudo no solo contemplar por completo aquellos senos algo más blancos que el resto de la piel que conducía hasta el cuello de Penélope, si no también tenerlos entre sus manos. Y acariciar cada poro de su cuerpo emprendiendo una ruta con la que poder memorizar la cartografía de cada uno de sus rincones. Sujeto a las manos de Penélope pudo abarcar con su cuerpo el de ella para fundirse en un contacto pleno. Entre besos y movimientos acompasados fueron cambiando las posturas y los ritmos hasta que el silencio se lleno de espuma. Si durante un tiempo fueron un mar embravecido ahora eran una silenciosa playa en calma.

Tendidos sobre la cama, desnudos, boca arriba, con el cansancio lógico surgido tras la batalla dejaron morir sus cuerpos durante los minutos necesarios para resucitarlos en un nuevo combate.

Al día siguiente ambos volvieron a conectarse. Se buscaron y se encontraron. Ambos, sin verse, sonreían. Ambos, sin verse, ahora sí estaban del todo conectados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario