Navego un día tras otro a través de esta otra realidad (que en nada desmerece a la “original”) que discurre entre las fronteras del espacio y del tiempo llamada procelosa mar de las ondas cibernéticas, y parece que nunca fuera a llegar el ansiado momento, aquel que suceda cuando vislumbre, tierra a la vista, y no dude ni por un instante, de que lo que por fin veo a lo lejos, es mi anhelada y querida utopía. Mientras eso sucede, seguiré anclando este navío en la Inopia, único lugar de estas enmarañadas aguas donde encuentro relativa paz…
Pero antes de echar amarras, esta nave y su tripulación (que no es más que el que escribe), ayudados por la magia de la procelosa mar de las ondas cibernéticas, seguirá navegando y anotando en su cuaderno de bitácora todo aquello que encuentre interesante, pues solo necesito de las cualidades del éter cibernético para romper los obstáculos que la soledad interpone entre todos los que nos hayamos navegando.
A pesar de la nobleza de lo que persigo, no dejo de observar y analizar otras cosas, llamémoslas más mundanas. Como el campeonato de Europa de selecciones nacionales de fútbol que se está desarrollando durante estos días. Y no, no se trata de hacer crónica deportiva, líbrenme los dioses de ello, si no de comentar cierto ritual paralelo que acontece a la vez que los partidos. Me refiero a ese fervor patrio que inunda ventanas y balcones de nuestras ciudades (con menor grado en aquellas regiones donde el nacionalismo está más alejado del llamado “españolista”). Banderas monárquicas decoran y elevan el espíritu patriótico sin tener en cuenta lo que simbolizan, pues no son precisamente, y esta ocasión, un grupo de fachas exaltado los que las colocan, si no que son ciudadanos, me atrevería a decir, de todas las ideologías y condiciones sociales los que se ven imbuidos por lo colores rojigualdas.
Pero para alguien como el que escribe y navega, para quien este símbolo es algo más que una forma de sentirse identificado con un equipo de fútbol, y por mucho que represente a un país, el mío mal que me pese dadas las actuales circunstancias, nunca colgaré una bandera española monárquica en mi balcón.
Porque siempre no está de más recordar que en España hubo una guerra civil donde, bajo esa bandera, se produjo un alzamiento fascista contra un gobierno legítimamente elegido en las urnas. Contra el alzamiento franquista se combatió con otras banderas, la tricolor republicana, la roja o la rojinegra. Está de actualidad las miles de personas que todavía permanecen enterradas en cunetas mientras que sus ejecutores, los tristemente vencedores de aquella guerra, blandieron la bandera rojigualda (hasta la muerte del dictador fascista, Franco, con el escudo de la “gallina”) manchada con la sangre de los masacrados del bando republicano, el que representaba la legalidad democrática, durante 40 años de dictadura fascista.
Y esa bandera que simbolizó el poder dictatorial del general Francisco Franco siguió tras su muerte, cambiando la “gallina” por el escudo borbónico, en la llamada transición, que no fue tan perfecta como cuentan las crónicas, pues siguieron, y siguen, durante bastantes años las amenazas de un “contrapoder en la sombra” de corte ultraconservador.
Esta bandera, después de más de 30 años desde la muerte del dictador Franco, sigue representando a un estado que, al contrario de otros de nuestro entorno, no pasó una etapa de construcción libre del estado-nación, ya que en nuestro país se diseñó un estado a la medida del poder liberal-conservador que, entre otras muchas cosas, y por mucha división autonómica que tenga, impide el libre ejercicio del derecho a decidir cómo quieren relacionarse entre sí los distintos pueblos-naciones del Estado, negando incluso, un desarrollo descentralizador y federalista del mismo y perpetuando un sistema monárquico rancio y anacrónico.
Por todo ello y como dijo el cantante de Extremoduro "las banderas de mi casa son la ropa tendía" o como dijo Albert Pla porque “siempre me he cagado en las dinastías y en las patrias Putas la banderas sucias
los reinos de mierda y la sangre azul”. Amén.
Sigo navegando, y sigo mutando, el entorno y la apariencia cambian a medida que avanzo (como no podía ser de otra forma en este mundo concebido por unos y ceros), y lo único que me inquieta, la incertidumbre que marea mi cabeza es saber, en qué estado llegaré (tras recorrer tantos mares turbulentos) a ese día, en el que dé con mi querida y anhelada Utopía…
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