La gente volvió a salir a la calle con la
cara cubierta. Cualquier método era válido siempre y cuando sus rasgos
identificativos no quedaran al descubierto. Resultaba llamativo ver a todo el
mundo cubriéndose la boca y hablando en voz baja, susurrando. Ocurría desde el
último carnaval. Al día siguiente del entierro de la sardina fueron solo unos
pocos, hasta que el temor se fue extendiendo y todos asumieron que aquello era
la única forma de poder salir de casa con cierta intimidad.
En aquella ciudad era como si el carnaval
no hubiera acabado nunca. Ataviados con máscaras y antifaces sus habitantes
parecían estar siempre de fiesta. Pero los motivos eran muy distintos. Desde
que multiplicaron por mil el número de cámaras instaladas por todas las calles
ningún rincón quedó libre de ser espiado. Esto al principio no causó tanta
alarma como saber que detrás de las cámaras había policías entrenados en la
lectura de los labios, y a aquella ambigua ley que proclamaba:
“Cualquier cosa que digas podrá ser utilizada en tu contra”, pues a partir de
entonces los habitantes de aquella ciudad siempre estaban bajo sospecha.
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