Quedamos en vernos en un hotel de
carretera, el mismo en el que aquella vez no entramos por vergüenza. Eran otros
tiempos, éramos mucho más jóvenes.
Ella ha llegado tarde aunque sabe que no me gusta esperar.
Antes de entrar me da dos besos. Uno por mejilla. Cuando el recepcionista nos entrega la llave
ella mira hacia otro lado. Tenemos reservada la habitación 104. Tomamos el ascensor sin cogernos de la mano. Solo nos tocamos cuando por fin comenzamos el rito de quitarse la ropa, en
silencio, lentamente pero sin pausa hasta que, desnudos, nos tumbamos sobre la cama sin deshacer y follamos un par de veces,
con la luz encendida y con una furia y una pasión olvidada. Como dos
adolescentes. La segunda vez me pide que me corra sobre su cara. Obedezco con una satisfacción en otros momentos reprimida. Tras el torbellino de piernas, brazos, bocas, saliva y sudor ella
enciende un cigarrillo. Me ofrece una calada aunque sabe perfectamente que dejé
de fumar hace años. Es entonces cuando comienza a hablar de sus hijos, del trabajo que tuvo que dejar cuando quedó embarazada, de su vida vacía. Pero en ningún momento menciona un marido. La escucho en silencio sin entender nada. Cuando
queda dormida yo quedo mirando al techo, confuso.
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