Llueve mansamente y sin parar. Llueve sin
ganas. Llueve perezosamente una lluvia fina que lagrimea sobre los cristales de la
ventana por donde Mario escudriña el tiempo cada mañana. Mario tiene 80 años y se siente
cada vez más inútil, sobre todo desde la última operación de rodilla. Su enorme
cuerpo y sus más de cincuenta años de trabajo en la construcción castigan sin
piedad sus articulaciones, por no hablar de otras secuelas, de esas que no se
ven. Menos mal que Petra está siempre cerca, siempre pendiente. Petra es la
mujer de Mario, a la que sigue queriendo tal vez por necesidad, por rutina o
porque el verdadero amor, el que perdura, debiera ser así. Tan solo cariño y
compañía, no hace falta más para estar siempre juntos. Mario se agarra con
fuerza a estos pensamientos que últimamente recorren su cabeza mientras observa
la lluvia a través de los cristales, aunque últimamente trate de no pensar
demasiado, tan solo dejar pasar el tiempo y esperar.
Todavía en pijama, Mario, aguarda a que
Petra le sirva el desayuno. Pero lleva más de una hora sentado junto a la mesa
de la cocina y Petra no enciende la radio, no pone a calentar la leche. Hoy no
se levantó antes que él. La mañana se vuelve entonces más gris que nunca cuando
parece escupir un grito que se ahoga contra el silencio de una radio que no
debiera estar apagada.
Golpea ahora la lluvia los cristales con
más fuerza. Mario todavía espera a que su mujer le sirva el desayuno, lo ayude
a vestirse, a asearse. Pero Petra permanece aún en la cama, en silencio. Mario seguirá
esperando, sin ganas pero con la infinita paciencia de siempre.
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