La tarea de ablandar el ladrillo, de Historias de Cronopios y de Famas.
La
tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso en la
masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de
nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la
misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la
misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio
tablero de ventanas de tiempo con su letrero Hotel de Belgique.
Meter la cabeza como un toro desganado contra la masa transparente en cuyo
centro tomamos café con leche y abrimos el diario para saber lo que ocurrió en
cualquiera de los rincones del ladrillo de cristal. Negarse a que el acto
delicado de girar el picaporte, ese acto por el cual todo podría transformarse,
se cumpla con la fría eficacia de un reflejo cotidiano. Hasta luego, querida.
Que te vaya bien.
Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su
advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar
todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más
simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el
café.
Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las
mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela
abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros
anteojos, ¿por qué estaría mal? Pero como un toro triste hay que agachar la
cabeza, del centro del ladrillo de cristal empujar hacia afuera, hacia lo otro
tan cerca de nosotros, inasible como el picador tan cerca del toro.
Castigarse los ojos mirando eso que anda por el cielo y aceptar taimadamente su
nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria. No creas que el teléfono
va a darte los números que buscas. ¿Por qué te los daría? Solamente vendrá lo
que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza, ese mono
que se rasca sobre una mesa y tiembla de frío. Rómpele la cabeza a ese mono,
corre desde el centro hacia la pared y ábrete paso.
¡Oh cómo cantan en le piso de arriba! Hay un piso arriba en esta casa, con
otras gentes. Hay un piso de arriba donde vive gente que no sospecha su piso de
abajo, y estamos todos en el ladrillo de cristal. Y si de pronto una polilla se
para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy
mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena
en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido.
Cuando abra la puerta y me asome la la escalera, sabré que abajo empieza la
calle; no el molde ya aceptado, no las cosas ya sabidas, no el hotel de
enfrente: la calle, la viva floresta donde cada instante puede arrojarse sobre
mi como una magnolia, donde las caras van a nacer cuando las mire, cuando
avance un poco más, cuando con los codos y las pestañas y las uñas me rompa
minuciosamente contra la pasta del ladrillo de cristal, y juegue mi vida
mientras avanzo paso a paso para ir a comprar el diario a la esquina.
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