Aquella noche no estaba dispuesto a emborracharme en casa. Apurar hasta la última gota de bourbon envuelto en la amargura del abandonado no es la mejor opción. Sin duda alguna no había sido mi día, por lo que no estaba dispuesto a que tampoco fuera mi noche. Discutir airadamente con el jefe por enésima vez abría el camino del final del túnel. Nunca me gustó ese maldito trabajo de articulista de efemérides en un periodicucho local de mierda, por lo que la posibilidad del despido se encontraba más cerca de lo que nunca hubiera imaginado, cosa que no me importaría gran cosa si no fuera por la innumerables deudas contraídas y que, gracias al salario recibido, podía ir solventando poco a poco.
Pero no era eso lo que realmente me amargó el puto día. Fue telefonear a Mariela lo que colmó la gota que terminó por desbordar el vaso de mis escasas esperanzas de poder recuperarla. Todavía no sé porqué lo hice ¿o sí? Hacía más de un año que no sabía nada de ella y si embargo la llamé. Ya no había tiempo para el lamento lo hecho, hecho estaba.
Hubiera querido en ese momento agarrar de nuevo la botella de bourbon y pegarle un trago profundo que recorriera mi garganta como un tren descarrilado, pero esta vez sería en cualquier tugurio nocturno. Necesitaba aire y necesitaba la noche.
No hacía falta ser muy listo para darse cuenta que estaba sólo, tremendamente sólo. Como nunca lo había estado ni sentido antes. Pero no iba a echar de menos a Mariela. No, esta vez no. “Que la den” -pensé para mis adentros-. Hoy estaré a solas con mi soledad, si logro encontrarla. Porque hasta ella también me había abandonado. Sí, esa soledad que utilizamos y que llevamos sin su permiso pegada a nuestra espalda. Nunca por delante, siempre como sombra que se proyecta invisible hacia atrás. Y esta noche estaba decidido a salir en su captura. Necesitaba decirle cuatro cosas, pues no tenía a nadie más cerca con quien poder desahogarme y aunque me costara el alma la encontraría. A mi querida amante ocasional, amiga del alma, siempre compañera. Maltratada a veces, amada otras, hasta que desaparece en silencio, delante de nuestros ojos, sin que nos demos cuenta. Aunque eso ocurra muy pocas veces. Yo, al menos, nunca conseguí quietármela del todo de mi lado. Estos días atrás la notaba rara y en mi conversaciones con ella nunca me atreví a preguntarle el por qué últimamente siempre estaba tan distante, salvo esta maldita noche, cuando más la necesitaba, cuando por fin iba a preguntarle el por qué de sus desprecios, me dejó con la palabra en la boca. Sólo una vez más, sin ni siquiera ella como única compañía.
Pero me había decidido a seguir su rastro y observarla sin que me viera, quizás así encontraría respuestas pues sería como la observación de uno mismo. Después de días, semanas, meses, e incluso siglos, hecho una piltrafa, me arreglé de una manera que no recordaba, para cuando la encontrase, invitarla a bailar y a un buen trago mientras le susurrara al oído algún verso de Benedetti, que la conmoviera hasta el punto de enamorarla perdidamente. Entonces nunca más estaría sólo. Mi soledad y yo unidos para siempre…
Antes de salir mi último pensamiento consciente fue para Mariela. La recordé caminando lentamente, como dando la sensación de haber hecho frente al insomnio con la luz encendida. Instantes antes se habría estado mirando a sí misma con los ojos de los otros, nunca los suyos. Llevaría puesta esa media sonrisa que hacía sonar levemente aquella melancólica música pegada a su boca. Y yo me preguntaba entonces, quien fue el hijo de su madre que la inculcó desde tan temprana edad que era pecado ser feliz. Te preguntabas a ti misma si la infelicidad te había hecho así o era tu instinto incontrolado de salir huyendo siempre que se te pudiera atisbar un leve reflejo de inusitada alegría. Pero aunque lo disimularas bien, creo que también a ti te afectaba la soledad. Y cuando, de repente, te percatabas de ello, ya no había tiempo de darle esquinazo. Entonces percibías que ya no eras la misma de antes. Cuanto más intentabas volver a tu estado inicial más te alejabas. Como imanes de polos con el mismo signo.
La noche se había echado sobre mis espaldas sin ninguna misericordia y allí estabas, poblando mi memoria a pesar de mis intentos por borrarte, con la musicalidad que produce tu melancólica sonrisa pegada a mis oídos. No tienes compasión Mariela. Ni siquiera cuando trato de olvidarte abandonas esa lacónica sonrisa que invade mi memoria y es, entonces, cuando recobro como una bofetada en la mejilla el recuerdo de nuestra última noche. Tu cuerpo y el mío desnudos, sin hablar, sin sentir, unidos con la única intención de llenar un espacio vacío. Unidos mediante palabras tatuadas en la piel, que vistas desde el aire no formarían ni una solo párrafo inteligible. Mensajes invisibles pero claros, al menos para ti y para mí. Me hubiera jugado hasta uno de mis brazos en ese momento, a que si aquellos dos cuerpos se llegasen a separar quedaría formado un corazón partido en dos. Y, recuerdo, me pregunté, con un sentimiento de orgullo adolescente, quien cuidaría de ti al día siguiente si yo no estaba. Ofuscado como un crío al que castigan sin postre, pasaron semanas sin que te volviera a ver. Evité atravesar calles por donde solías pasar, olvidándome, que el orgullo, tras cierto tiempo se transforma en silencio, y éste a su vez en soledad. Otra vez mi querida y amante soledad. Como ves tampoco a ti puedo olvidarte. Ni siquiera cuando hablo de Mariela.
Tu melancólica sonrisa, Mariela, sigue ronroneando en mis oídos como esa canción de adolescencia, que por mucho que la escuches, ya nunca más te vuelve a emocionar. Hoy es viernes, pero el color oscuro de tu voz susurrándome al oído que ya no me quieres, no deja claro si es lunes negro, martes marrón o jueves gris. Qué más da. ¿Acaso el tiempo importa cuando ya no existe nada que verdaderamente se desee que acontezca? El tiempo se hace dueño de todo cuanto deseamos y si el deseo se apaga qué más da la hora, el día, el mes o el año.
Después de aquella noche te arrojaste a la calle como un alma perdida que se lleva el diablo a pedirle cuentas al destino, a pedirle a la noche que te devolviera los sueños que los días te habían robado. A tratar de recuperar lo que creías era tuyo. Tu melancólica sonrisa volvió a inundarlo todo. En tu caminar, desprendías más vida que el resto de la gente a tu alrededor. Y eso que no había pasado ni media hora desde que nos hundimos en un estanque vacío lleno de sudor, sentimientos y lágrimas negras. En ese momento no fui capaz de darme cuenta que los colores, por muy oscuros que lleguen a ser, también brillan como diamantes. Diamantes brillaban sobre ti, como en la canción de Pink Floyd, “wish you where here" ¿te acuerdas? La escuchamos aquella última noche.
Y volviste a pasar del negro al azul. O al menos eso era lo que pensabas. El mañana esperaba paciente y volvió a por ti. Tanto volar para no llegar más allá del mismo sitio de siempre. Tanto mentirte a ti misma sin reconocer que te han vuelto a engañar aquellos a los que tú siempre diste tanto. Pero eso es otra historia. Tanto mirar a los lados como si alguien te persiguiese, como si hubiera alguien a quien no quisieras encontrar, quizás fuera yo, sí, seguro era yo. Huir sin mirar hacia atrás para evitar cualquier remordimiento que abriese alguna posibilidad de regreso.
En estos días inciertos parece que cualquier detalle del que se escape un mínimo de brillantez, hace que parezca verano en pleno invierno. En estos días en los que a mi corazón pareciera que estuviese a punto de apagársele lo poco de llama encendida que le queda, pero por el contrario es como si estuviese a punto de caer en un incendio incontrolable. Porque hoy es uno de esos días en los que el invierno no molesta en mi cama. ¿Será ésta mi metamorfosis definitiva? No lo sé. A lo mejor el alcohol me ayuda. Saqué hace mucho tiempo el ticket para la montaña rusa y todavía no me he apeado del todo. El vértigo se ha hecho amigo a fuerza de costumbre. Ya no me produce ninguna sensación de vacío en lo más profundo de mi estómago, aunque en la última de las bajadas, y a punto de descarrilar, mi corazón comparta sitio junto a esa entraña digestiva.
Vuelvo a la conversación telefónica con Mariela. Cuando colgué y me dijiste entre infinitud de improperios y palabras inútiles que “a pesar de todo nunca dejaré de quererte”, te imaginé en el último concierto al que asistimos juntos. Bailabas al son de “This magic moment” mientras Lou Reed desgarraba las cuerdas de la guitarra al mismo compás con el que arrancaba versos de su maltrecha garganta. El tiempo se paraba entonces, como se detiene ahora, con la diferencia de que en este preciso instante, además de pararse, se ahoga en el recuerdo empujado por un torbellino interminable hasta lo más profundo de los negros océanos que inundan mi memoria.
Aunque me has preguntado una y otra vez el porqué de mi llamada, no me he dignado a contestarte y eso te ha enfurecido aún más. Lo sé. Pero no he podido o no he querido decirte que ayer te vi, con la mirada difusa y más perdida que recuerdo haberte visto nunca, como si vivieras y soñaras mil vidas, mientras la tuya te pasara por delante sin percatarte de ello. En tu mano izquierda brillaba un anillo y sujeto con fuerza a ambas un carrito de bebé. Me di media vuelta sin que te dieras cuenta, aunque a veces dudo de que me vieras alguna vez. Me giré y quedé parado, en silencio, viendo cómo te alejabas despacio, hasta desaparecer a lo lejos, como una mancha en la nada.
Sí, esta noche he resuelto arrojarme a la calle, donde ahogaré mi existencia en alcohol y, una vez más, como un alma perdida que se lleva el diablo, saldré decidido a buscar mis sueños porque, aunque perdidos en mi memoria, estoy seguro de haberlos tenido alguna vez. A robarlos si fuera necesario. Sacaré un imaginario revolver del bolsillo de mi chaqueta y, una vez más, intentaré arrebatarle a la noche todo aquello que perdí, todo aquello que se me robó.
Y mi imaginación, a mi pesar, te recobrará de nuevo Mariela, tu recuerdo volará sobre alguna canción de Tom Waits.
“Baby I know
I'd be luckier to walk around everywhere I go
with this blind and broken heart
that sleeps beneath my lapel.
Still these blue valantine…”.
Al son de ese viejo blues, rodearé con mis brazos a mi querida, odiada y amada soledad e intentaré no volver a pensar en nada, ni siquiera en ti Mariela.