Nunca
tuve vecinos. El piso contiguo al mío estuvo siempre vacío hasta que llegaron. Eran jóvenes, guapos, parecían felices. Un camión de mudanzas trajo los
muebles y unos grandes baúles de los que se usan para guardar ropa. Ellos vinieron en un coche de aspecto deportivo con tan solo dos maletas.
Desde
el primer día no paraban de recibir visitas. Gente joven como ellos. En la
escalera siempre encontraba restos de alguna de sus fiestas. Acostumbrado a la
soledad, mi paciencia se fue agotando poco a poco. No soportaba ni los
continuos ruidos, ni a la gente que entraba y salía. Pero sobre todo no
soportaba su aparente felicidad. Debió ser eso y no otra cosa lo que me empujó
a agarrar la escopeta tantos años olvidada y descerrajarlos un tiro en cada una
de sus cabezas. Todo quedo ensangrentado. Sus sesos salieron despedidos. Sus
caras quedaron con un gesto de terror imborrable.
Ya
no tengo vecinos, vivo en una celda de aislamiento para presos con problemas
psiquiátricos. Estoy solo como siempre quise estar, pero sigo escuchando risas
y murmullos al otro lado de la pared de mi calabozo. Un día, además, creí
escuchar “sabemos que tienes cáncer terminal”…
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