Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

martes, 22 de marzo de 2011

Historia de un calvo peludo.

 

Este relato lo escribí hace más de un año para un certamen convocado por una multinacional de la depilación, cuya trama debía versar sobre esta estética tan sufrida y tan de moda en nuestros días. Evidentemente no ganó, pero ojeando cosas escritas hace tiempo he topado con el y como me sigue pareciendo gracioso, aquí lo dejo:

Ahora que me veo frente al espejo y contemplo al tipo que me mira no puedo creer que seamos los mismos. Sí, es cierto, seguimos siendo calvos, pero algo ha cambiado entre nosotros. Ya no siento cierta repulsa que me hacía apartar la mirada hacia otro lado en esos momentos en los que se necesita irremediablemente utilizarlo en tareas tan cotidianas como el afeitado. Cosa que solía traer consecuencias bastantes trágicas pues suelo afeitarme con cuchilla.

Pero no crean que ha sido fácil llegar a esta idílica situación, ni mucho menos, lo nuestro sería impensable hace tan solo unos meses. El Paco del espejo y el Paco de carne y hueso fueron una pareja muy mal aguerrida, cuyas broncas cotidianas eran conocidas por todos los miembros de la familia. De hecho, mi mujer llegó a pensar que me faltaba algún tornillo e incluso llegó a aconsejarme unos días de descanso y meditación a solas…

La historia de esta tardía reconciliación se remonta allá por mi lejana adolescencia, cuando en la misma proporción en la que me iban saliendo granos en las más puñeteras partes de mi rostro se iban cayendo pelos de mi cabeza. Nunca entendí este peaje: pasar de la adolescencia a la juventud con la tortura añadida a la voz de gallo, de los granos, de la total incomprensión del mundo mundial y del despertar sexual (entre otras) de empezar, también, a perder pelo de la cabeza y más cuando tus colegas heavies lucían orgullosos sendas melenas. A partir de aquí mi testa se fue despoblando a igual velocidad que iba tomando sitio en otras partes de mi cuerpo ingentes cantidades de rebelde pelaje – o vello, si bien nunca me gustó esta palabra, ya que de bello no tiene nada-.

Así, mi espalda se iba pareciendo más a la de un orangután, mi pecho al de un chimpancé, mi piernas a las de un gorila y mi cabeza… mi cabeza, limpia y reluciente cual testa de cualquiera de esos insignes calvos famosos, que no dudé en listar y colocar sus fotografías formando un magnífico collage junto a un póster de Yul Breiner, calvo entre todos los calvos. Y allí fueron añadiéndose hasta mi madurez las fotos de otros calvos famosos como Kojac, el calvo del atún Calvo, el calvo de Telecinco (ahora en la sexta, aunque siempre será para mí el calvo de Telecinco) y ese otro calvo que ya ha pasado a ser icono de la calvicie, me refiero al Calvo de la Lotería (tristemente sustituido por un perro peludo). Esto, aunque pudiera parecer gracioso tenía la honrosa misión de intentar elevar mi autoestima y lucir con la mayor serenidad posible mi más absoluta calvicie.

Pero si bien pude superar el tener despejada mi cabeza de la nunca a la frente no conseguía quitarme ciertos complejos añadidos de mi otro “problema” relacionado con todo lo contrario. Y es que tener tanto pelo en el resto del cuerpo empezó a ser un problema desde que de joven no me quedaba otro remedio que lucir palmito peludo en piscinas y playas. Y digo esto porque hasta el aplicarme crema bronceadora era un problema con tanto pelo. No digamos de las miradas del resto del personal. En aquellos inolvidables momentos no dejaba de pensar en mis compadres, los orangutanes de los zoos, allí acurrucados en sus jaulas a expensas de las miradas presas de asombro de niños y mayores.

Todo cambió cuando animado por un compañero de trabajo, no sin muchas reticencias, me inscribí en un gimnasio de musculación, o en su versión más moderna, salón de fitness. La verdad es que estaba llegando a ese punto de la madurez cercano a los cuarenta años en los que la inactividad se comienza a notar en forma de cúmulos de carne sebosa que, destacando sobre todo en aquella parte del cuerpo que se encuentra a la altura del ombligo, van apareciendo sin que apenas podamos hacer nada por impedirlo si no cogemos el toro por los cuernos y nos enfrascamos en la operación “berenjena”. Parte importante del triunfo o no de esta operación corresponde a la predisposición deportiva que tengamos. Y es ahí donde entró mi inscripción gimnástica.

Nunca podré olvidar mi primer día. Rodeado de robustos y esbeltos monitores de ambos sexos con ropa ajustadísima y marcando cachas, –imagino que para que nadie olvidase para que estábamos allí- no pude centrarme en otra cosa más que en las piernas, pechos y espaldas depiladas tanto de los monitores como de la mayor parte de los usuarios. Me corroía la envidia al contemplar aquel espectáculo de masa muscular envuelta en sudor pero limpia de pelos. Tampoco será fácil olvidar, supongo, para los que allí se encontraban mi primera entrada triunfal en el gimnasio: bermudas playeros, chanclas y camiseta estampada con esa cara internacionalmente conocida con el rótulo de “be happy”. Invitados al festín de miradas y medias sonrisas estaban, obviamente, mi inseparable masa forestal velluda, que asomaba indiferente por piernas, brazos y comienzo del cuello. “Tierra trágame” pensaba en esos momentos, pero haciendo acopio de voluntad y serenidad inquebrantable me dispuse a realizar los ejercicios de la tabla que muy amablemente me entrego a mi llegada uno de los monitores.

Cuando llegué a casa me encerré bajo siete llaves en el cuarto de baño. Allí busque hasta encontrar el “kit de depilación” de mi santa esposa. No podía permitir ni un día más ser orangután entre tanto delfín. Lo que no podía imaginar es que doliera tanto. Sentado en el borde de la bañera con las piernas hacia dentro procedí a la voz de “¡Ánimo valiente!” a tirar de una vez y sin reparos de las tiras adhesivas colocadas estratégicamente a lo largo de mis velludas piernas. “¡Qué dolor, Dios!” y cuanto sufrimiento, pensaba para mis adentros, el que soportan las mujeres en pos de no tener pelo declarado en rebeldía que las menoscabe su innata y natural belleza. Las lágrimas escurrían por mis mejillas cuando, ahogando los gritos de dolor mordiendo una toalla, procedía sin prisa pero sin pausa a arrancarme todos y cada uno de los malditos pelos. Pero si esto estaba siendo una tortura china no podía imaginarme lo que sería utilizar el mismo procedimiento en el pecho y la espalda. Menos mal que no necesitaba de ingles brasileñas… ¡Dios qué dolor!....

Cuando mi mujer me vio salir del baño con la cara compungida y las piernas rojas como tomates, no pudo evitar echarse a reír. Maldita la gracia que me hacía, aun comprendiendo que en su caso yo también me destornillaría.

-Pero hombre de Dios porque no me dijiste nada…jajajajajaja… hay otros métodos menos dolorosos…jajajajaja.

Sin dejar de reír me introdujo con sabios consejos en el mundo de la depilación. Me informó sobre los distintos métodos que existen para depilarse en casa, desde la cuchilla de afeitar pasando por las espumas y cremas depilatorias hasta llegar al método entre los métodos: ¡la depilación láser! Aunque esté método lo desestimé por el momento, ya que prefería intentarlo primeramente con métodos, digamos, más caseros.

Para la espalda y pecho utilicé la cuchilla. Embadurnado en crema de afeitar me dispuse a dejar con la misma suavidad que habían quedado las piernas estas sufridas partes de mi cuerpo. Para el pecho no hubo problemas, lo peor vino con la espalda pues no sabía muy bien cómo llegar a todos sus rincones. Mil posturas fueron necesarias y ni aún así pude acabar con todos los malditos pelos. Menos mal que cerca estaba mi mujer a quien, aún costándome aceptar su ayuda, no me quedó más remedio que agradecerla.

Por fin estaba depilado de cuerpo entero. Calvo de la cabeza a los pies. Desnudo frente al espejo observaba con una mezcla de extrañeza y satisfacción al hombre nuevo que me devolvía el reflejo. Pero claro, y como más tarde me diría mi santa esposa con ese “¡ya te lo decía yo Paco!” lo peor estaba por llegar. Al cabo de unos días tuve que bajar una noche a buscar una farmacia de guardia para que me vendieran algún remedio que me aliviara del insoportable picor que sentía por todo el cuerpo. Los pelos rasurados crecían como agujas hacia dentro. “¡Madre mía qué picor!” Y otra vez volvía a escuchar ese “ya te lo decía yo Paco”. ¿Por qué no le haría caso desde el principio? Cómo somos los hombres dirán casi todas las mujeres…

Después de tanto sufrimiento solo había conseguido estar suave como la piel de un culito de bebé no más de dos días. Mi moral que siempre había estado a la altura del Alcoyano ahora se situaba al mismo nivel del dedo meñique de mi pie derecho. Pero no estaba a dispuesto a sufrir tanto para recibir tan poco y durante tan poco tiempo. Me encontraba a punto de tirar la toalla contra el espejo cuando cayó en mis manos un folleto publicitario sobre depilación láser que, seguramente, muy sabiamente habría dejado caer mi esposa por allí como si por arte de magia se tratara. Cómo son las mujeres pensaremos casi todos los hombres ¿verdad? Dejé la toalla en su sitio para leer atentamente las distintas soluciones que había para cada caso. Aquello fue como ver las puertas del cielo abiertas de par en par. Por fin una solución definitiva que pusiera fin a mis penurias estéticas ¡y sin dolor!

Tras varias sesiones terminé con un problema y encontré la llave que me abriría de nuevo las puertas de la autoestima perdida, del reencuentro con mi otro yo sin pelo, pero feliz. Calvo de la cabeza a los pies. Ahora sería la envidia del salón de fitness.

Ahora somos dos, puesto que mi ahora es mi yo peludo el que de vez en cuando se presenta ante mí como un fantasma, pero estoy, como diría San Agustín, en los dos por completo y, esto lo digo yo: feliz.

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