"Debidamente entrenado, el hombre puede llegar a ser el
mejor amigo del perro".
Corey Ford.
Corey Ford.
I.
Despertó volviendo la mirada hacia su perro, que allí estaba
junto a su cama, esperando como desde que era cachorro una caricia, una mirada
de complicidad, un ¡vamos, comencemos el día jugando! Pero no entendía ni uno
solo de sus ladridos.
Siempre pensó que a aquél animal solo le faltaba la cualidad
del lenguaje, el humano por supuesto, para ser perfecto y, sobre todo, para
poder entender qué demonios quería. Su mirada, sus gestos, sus movimientos de
cola, sus ladridos, todo el compendio de medios que utilizaba su perro para
intentar comunicarse le maravillaba aunque nunca llegara a
comprenderlo.
El perro, como en otras ocasiones, parecía querer decir
algo, pero como siempre ni con miradas de profundidad inigualable, ni con
movimientos de cola y ladridos de lo más elocuentes, parecía encontrar la
manera de ser entendido. A pesar de todo el esfuerzo su dueño seguía con
la perplejidad acostumbrada.
Así pues, como de costumbre, se dio media vuelta y
optó por tumbarse, enroscado sobre sí y resignado como siempre y en el lugar de
siempre, comprobando por enésima vez cómo su dueño seguía siendo tan humano, también, como siempre.
II.
Noto que ya nada es como antes. Me sirve igual que siempre
mi plato de comida, pero desde hace unos días algo ha cambiado. Ahora va siempre
acompañada de un ingrato e incómodo silencio. Yo devoro cada bolita de carne
con la misma ansiada impaciencia de siempre pero cuando termino ya no acaricia
mi lomo, ya no se dirige hacia mí con la dulce entonación que acostumbraba.
Mi instinto me dice que algo no va bien. Puedo oler la
amargura que brota de sus ojos en forma de lágrimas y saborear su derrota
cuando deja caer la mano que antes los restregó y ahora lamo en el intento de
succionar hasta la última pena. Pero todo es inútil. Algo me insiste por dentro
que se acerca la tragedia y por más que me vacío en mis ladridos no consigo que
nadie acuda en mi ayuda, en la suya, la de mi compañera de juegos, de
complicidades, de ternuras infinitas al calor de una chimenea, nadie acude y yo
quedo solo contemplando como se balancea el cuerpo de mi dueña colgado del
techo de la cocina.
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