Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

martes, 4 de mayo de 2010

Fútbol en la calle.


Cuando acompaño a mi hijo de 11 años a los entrenamientos o a los partidos de futbol 7 envidio no solo su edad y lo que esto conlleva; agilidad, resistencia, motivación, espíritu de superación, alegría; sino también el terreno donde práctica este maravilloso deporte. Si los campos donde yo jugué eran de asfalto, arena y barro, salpicados de piedras y agujeros, donde juegan los niños de ahora son de hierba artificial y con porterías de “verdad” en vez de un par de pedruscos. Como cambian las cosas -que en este caso para mejor es una obviedad- pero lo que creo se ha perdido por el camino –y lo digo con la nostalgia que produce los años transcurridos- es ese “toque” romántico cargado de compañerismo y profunda amistad que imbuía a todos los que formábamos parte de un determinado equipo de barrio. Sin entrenador ni entrenamientos, sin estrategia alguna y, sobre todo, sin reglas nos jugábamos tan solo el orgullo y la posible vergüenza que producía la derrota, que para nosotros era como si nos jugáramos la vida.Partidos que podían durar una eternidad pues se sabía cuando comenzaban pero nunca cuando terminaban. Recuerdo algunos que se daban por finalizados cuando ya no había luz y se hacía imposible ver con claridad la pelota –casi siempre de goma, rara vez de “reglamento”-. Eso algunas veces, otras, las menos, todo hay que decirlo, acababan cuando el dueño de la pelota se tenía que ir a casa antes que el resto o cuando se producía algún conflicto o disputa que hacía imposible seguir jugando si se quería evitar que la “sangre llegara al río”.Como disfrutábamos con estos partidos. A veces era entre varios amiguetes del barrio, unos contra otros haciendo una selección de “a pares o nones” o a “pies”, donde los capitanes iban eligiendo a los jugadores de uno u otro equipo. En otras ocasiones buscábamos contrincantes en otros barrios próximos, eligiendo como terreno para la disputa parterres cercanos –el campo de los militares (actualmente la Universidad Carlos III) o el campo de la Rabia (Getafe Norte)- donde acudíamos como “pequeños regimientos militares” en busca de la victoria y, por qué no, de la gloria. Porque vencer producía un placer inigualable, una sensación difícil de explicar pero que transmitía un cosquilleo y una felicidad indescriptible. Como soldados acudíamos al partido y como soldados regresábamos del mismo, si vencíamos éramos los colegas más afortunados y felices del mundo y si perdíamos pues… cabezas bajas, disgusto para lo que restaba del día y vergüenza y sensación de cierta humillación, aunque tuviéramos la completa seguridad de que quizás otro día la victoria sería nuestra. Eso sí, los mosqueos por la derrota duraban solamente hasta el día siguiente, que seguro encontraríamos la manera de olvidarlo todo volviendo a jugar al futbol de calle...

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