Welcome to the Inopia.

Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.


Sitio desnuclearizado

martes, 28 de octubre de 2014

DYLAN THOMAS (Gales, 27 de octubre 1914-Nueva York, 6 de noviembre 1953),

EL MAPA DEL AMOR.


Aquí habitan las bestias bifrontes, dijo Sam Rib. Señaló su mapa del amor, una cuadrícula de mares y de islas y de continentes abigarrados, con una selva tenebrosa en cada extremo. La isla bifronte, sobre la línea del Ecuador, se contraía al tacto como si fuera una piel afectada por el lupus, y el mar de sangre, en derredor, encontraba nuevo movimiento en sus aguas. La simiente, con la marea alta, rompía contra las costas escarpadas; se multiplicaban los granos de arena; se sucedían las estaciones; el verano, con ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros empellones del invierno, y así conformaba la isla sus recodos con los cuatro vientos encontrados.

Aquí habitan las primeras bestias del amor, dijo Sam Rib, y clavó los dedos en los promontorios de un islote. Y también la progenie de los primeros amores, entreverada, bien lo sabía él, con las matas que engrasaban sus verdes elevaciones, con su propio viento y con la savia que nutría el primer desperezarse de un amor que jamás, al menos mientras no llegase la primavera, encontraría la respuesta de los nervios en las hojas semejantes.

Beth Rib y Reuben señalaron el verde mar que circundaba la isla. Atravesaba las grietas de la tierra como un niño por sus primeras grutas. Marcaron los canales bajo el mar, bosquejados en mero esqueleto, que engarzaban la isla de las primeras bestias con las tierras pantanosas. Avergonzados por las plantas semilíquidas que brotaban del pantano, por los venenos trazados a pluma que bullían en las matas y por la copulación en la segunda costra de barro, los niños se ruborizaron.

Aquí hay dos climas que se mueven, dijo Sam Rib. Con la yema del dedo recorrió los triángulos finamente dibujados de dos vientos y la boca de dos querubines en los rincones. Los dos climas se desplazaban en una misma dirección. Se arrastraban gozosos, uno a uno, por las abominaciones del antaño, y avanzaban a la sombra de sus propias lluvias y nevadas, del ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios dolores verdes. Los dos climas, niño y niña, se deslizaban en medio de un mundo revuelto; tronaba la tempestad en el mar bajo ellos dos, divididas las nubes en un sinfín de anhelos de movimiento, mientras ellos contemplaban el descarnado muro de viento.

Volved, pródigos sintéticos, al laboratorio de vuestro padre, declamó Sam Rib, y al becerro cebado en el tubo de ensayo. Apuntó los cambios de posición, las líneas a pluma de los climas ya separados, que sobrevolaban la profundidad del mar y la segunda fisura entre los mundos de los dos amantes. Los querubines soplaron con fuerza redoblada; los vendavales de los dos climas revueltos y las espumas del mar aunadas no cejaron en su empuje; los temporales se detuvieron frente a la costa única de dos países emparejados. Dos torres desnudas sobre los dos amores reunidos en un solo grano, de los millones de granos de arena que en el mundo son, los combinaban en un solo ímpetu, según informaban las flechas del mapa. Sin embargo, las flechas de tinta los hacían retroceder; dos torres debilitadas, mojadas de pasión, temblaban de terror a la vista de su primer emparejamiento, y dos sombras pálidas soplaron sobre la tierra.
Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un ojo de piedra sobre el valle desguarnecido; de la mano, corrieron cuesta abajo sin dejar de cantar, y se quitaron el calzado al llegar a la hierba fresca del primero de los veinte campos. Reinaba en el valle un espíritu que no tardaría en echar a rodar, cuando todas las colinas y los árboles, todas las rocas y los arroyos, quedasen enterrados bajo la muerte de occidente. Allí estaba el primer campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en las entrañas de una muchacha calva que llegó errante desde su país lejano y yació con él en los dolores del amor.
Allí estaba el cuarto campo, lugar de maravillas, donde los muertos pueden derribar y sujetar por las piernas a todos los borrachos desde sus tumbas resecas, y donde los ángeles caídos guerrean por las aguas de los ríos. Plantado en el valle, a una profundidad mayor de la que podrían alcanzar las raíces ciegas en pos de sus compañeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las tinieblas arrancando profundidad y tinieblas de los corazones de todos los que hollaban el valle a una treintena de kilómetros, o más, de las lindes de la provincia montañosa.

En el campo décimo, el central, Beth Rib y Reuben llamaron a la puerta de las casas para preguntar por el enclave de la primera isla rodeada de colinas amorosas. Llamaron a la puerta de atrás y les recibieron con un reproche fantasmal.

Descalzos, cogidos de la mano, corrieron por los diez campos restantes hasta la ribera del Idris, donde despedía el viento un aroma de algas marinas, y donde el espíritu del valle estaba mojado por la lluvia del mar. Sin embargo, llegó la noche con la mano sobre el muslo, y las formas de los sucesivos trechos del río, entonces nublado, dibujaron a su lado una forma nueva. Una forma isleña, amurallada de oscuridad, río arriba. Furtivamente, Beth Rib y Reuben siguieron de puntillas hasta el agua borboteante. Vieron que la forma crecía, desenlazaron sus dedos, se quitaron las ropas estivales y, desnudos, se precipitaron al río.

Río arriba, río arriba, susurró ella.

Río arriba, dijo él.

Flotaron río abajo cuando la corriente los arrastró con fuerza tirando de sus piernas, pero salvaron el impedimento y nadaron hacia la isla, que todavía seguía creciendo. Brotó el barro del lecho del río y atenazó los pies de Beth.

Río abajo, río abajo, dijo ella, y se debatió con el barro.

Reuben, sujeto por las algas, luchó con las cabezas grises que pugnaban contra sus manos y la siguió hasta la orilla del valle que se alejaba hacia el mar.

Sin embargo, mientras Beth seguía nadando, el agua le hizo cosquillas; el agua le presionaba en el costado.
Amor mío, exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo de las aguas y las manos de las algas.

Y al detenerse desnudos en el vigésimo campo, ella susurró: amor mío.

Al principio, el miedo les llevó a retroceder. Empapados como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.

Más allá de los campos, dijo ella.

Más allá de los campos, hacia las colinas y la morada de Sam Rib, en lo alto de la montaña, los niños corrieron como torres debilitadas, ya desunidos, aturdidos por el barro y sonrojados por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.

Aquí habitan las primeras bestias del amor, dijo Sam Rib. A la fresca de la mañana siguiente, los niños atendían demasiado asustados para rozarse las manos siquiera. Volvió a señalar la colina combada sobre la isla, e indicó el curso de los canales bosquejados en mero esqueleto, que ligaban el barro con el barro, el verde mar con un verde más profundo, y todas las montañas del amor y las islas todas en un solo territorio. Aquí se empareja la hierba, aquí se empareja el verde, los granos, dijo Sam Rib, y aquí las aguas divisorias que emparejan y se emparejan. Se emparejan el sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba perenne, y se emparejan para gestación y fomento del planeta. Sam Rib se había emparejado con una mujer verde, al igual que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se había casado con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se ruborizaban junto a él. Señaló que las tierras pantanosas estaban muy cerca de la primera bestia bifronte que doblara el espinazo, la ronda de las bestias bifrontes bajo una colina tan alta como la colina del tío abuelo que la noche anterior había fruncido el ceño y se había envuelto en las piedras. La colina del tío abuelo había herido los pies de los niños, pues el calzado lo perdieron para siempre entre las matas del primer campo.

Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el dócil descenso de la noche anterior.

Colina ardua, dijo Sam Rib, de subida trabajosa. Lindando con el cerro de los adolescentes discurría una blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el trineo de los niños que bajaran; otra ruta, al pie, ascendía formando un reguero de sangre y piedras rojas, señalado por las huellas vacilantes de los niños que subieran. El descenso era suave como la lana. Un simple fallo en la primera isla y la colina de ascenso quedaría rodeada por una masa de pedruscos punzantes.

Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los peñascos encorvados y los pedregales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel día. Sam Rib, la había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador dual que suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Dijo que las grises cabezas de las algas estaban rotas, y que nunca volverían a hincharse en las manos del nadador. El día del ascenso había pasado ya; restaba el primer descenso, una colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos de los niños.

Los pródigos sintéticos regresaron aquella noche a la estancia de la colina, a través de las grutas y las cámaras que avanzaban comunicándose hasta el techo, discerniendo la techumbre de las estrellas, con la felicidad en sus puños cerrados. Ante ellos se abría el valle roturado y el pasto de los veinte campos que nutría al ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las cálidas aguas del Idris. Beth Rib y Reuben bajaron la colina corriendo, aún bajo sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron por el flanco de Jarvis, el viento entretejido en el cabello, azotando sus aletas palpitantes los aromas marinos que soplaban del norte y del sur, donde no había mar ninguno; reduciendo la velocidad, llegaron al primer campo y a la linde del valle para encontrar su calzado en un lugar hollado por alguna pezuña, entre la hierba.

Se calzaron y corrieron por entre las hojas que caían. He aquí el primer campo, dijo Beth Rib a Reuben.
Los niños se detuvieron. La noche iluminada por la luna seguía su curso, y una voz surgió al filo de la oscuridad.

Dijo la voz:

Vosotros sois los niños del amor.

Y tú, ¿dónde estás?

Yo soy Jarvis.

¿Y quién eres?

Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer sabia.

Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que surgía del cercado.

Aquí, en el segundo campo.

Hicieron un alto para recobrar el aliento, y una comadreja ruidosa pasó corriendo por encima de sus pies.

Cógete más fuerte.

Yo te cogeré más fuerte.

Dijo una voz:

Sujetaos más fuerte, niños del amor.

¿Dónde estás?

Yo soy Jarvis.

¿Quién eres?

Estoy aquí, aquí, acostado con una virgen de Dolgelley.

En el tercer campo, el hombre de Jarvis amaba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor, yacía amorosamente unido al espectro de la joven y al aroma de mantequilla que despedía su aliento. Amaba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los miembros femeninos prolongaba la duración del amor, y maldijo a los niños indiscretos que le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en quinto campo, delimitando las divisiones.

Una muchacha de la bahía del Tigre sujetaba con fuerza a Jarvis, y sus labios formaban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y partido; allí estaba el sexto campo, erizado por los temporales, donde apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hombre la inocencia de ambos, dos flores que sacudían la oreja de un cerdo. Rosa mía, dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba sus manos, esas manos anhelosas que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la octava cerca. Llegada del Convento del Corazón de Bethel, una mujer santa le sirvió por novena vez.

Y los niños, en el campo central, gritaron al subir diez voces al unísono como si bajaran de los diez espacios de la medianoche y el mundo cercado.

Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.

Nosotros, dijeron, somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca, en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre el muslo de una monja.

Contaron el número de sus amores ante los oídos de los niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez. Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas sombras, se precipitaron a las aguas del Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había un ademán de miembros en cada caricia del viento que mellaba el río sereno. Él se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El muchacho desnudo estaba a sus espaldas, y ella se volvió a tiempo de verlo zambullirse en los escarceos de su aguja. Tras ellos, morían las voces de sus padres.

Río arriba, exclamó Beth, río arriba.

Río arriba, replicó él.

Solo las aguas cálidas y cartografiadas corrieron aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo la luna nueva.


Traducción de Miguel Martínez-Lage


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