Hoy es primero de mayo, fiesta del trabajo. Será para los que tenemos la suerte de tenerlo, eso sí, digno y sin precariedad, pues el que no entra en estos parámetros no me parece merecedor de ninguna celebración. Casi 5 MILLONES DE PARA@S (lo pongo en mayúsculas para darle más énfasis si cabe) y seguimos sin enterarnos como cantaba POTATO. Vaya su letra y su música en un día como hoy para todos aquellos que siguen sin enterarse y, para los que enterándonos, poco o nada podemos hacer con una clase obrera que prefiere irse de puente a las romerías, a la beatificación del papa o a los chiringuitos de las playas (por poner solo unos ejemplos) antes de salir a la calle hoy (o cualquier otro día) y decirle BASTA al capitalismo despiadado, chupasangres y totalitario único culpable (que no único responsable) del rumbo destructivo y caótico en el que nos hemos instalado. Para los que practicamente hemos perdido ya la esperanza vaya este tema de Potato. Con cariño, eso sí.
Welcome to the Inopia.
Más allá de Orión, la Puerta de Tanhauser, los Cerros de Úbeda, la cara oculta de la luna, Babia y más lejos todavía de donde Cristo perdió el gorro andan a la deriva, o más bien naufragan, mis pensamientos y reflexiones sobre las más que recalentada realidad que nos abrasa todos los días. Por eso, cuando todo se emborrona y pareciera que nada tiene sentido, me exilio en la Inopia, lugar donde encuentro el hilo de Ariadna al que agarrarme si quiero encontrar la salida del laberinto.

domingo, 1 de mayo de 2011
lunes, 25 de abril de 2011
Mi particular penitencia.
Se acabó el tiempo de penitencia, se acabaron por fin las procesiones y con ellas la insoportable música militar de tambores, la benemérita, los militares, las peinetas, el luto, los políticos en cabeza rindiendo pleitesía a las cruces, a los crucificados, a las vírgenes y a todos los santos. Se acabó, por fin, la única verdadera persecución a la religión católica: la de los miles, que digo miles, millones de fieles y devotos creyentes (y no tanto) que siguen (persiguen), contemplan, aplauden y hasta lloran al paso de los pasos. Mientras, los que no lo somos, soportamos como las calles de nuestras ciudades son tomadas por estas muchedumbres narcotizadas por la peor de las drogas: la de la fe ciega. Si eso no son privilegios que baje su dios y lo vea. En fin, en estos días de tanta pasión mística yo me agarré a otro tipo de "misticismo": el de la sabiduría milenaria del Tao te ching, del maestro y sabio Lao Tse. Toda una alegoría cargada de sencillez y de sabiduría milenaria donde se expresa el amor al momento presente frente a la ambición por el futuro, la compasión frente a la ira. Un perfume cuyo aroma me llena de paz y de calma en estos tiempos tan confusos y convulsos.
El Tao no es un libro de religión, ni de filosofía o ética, es más bien una obra de sabiduría perenne que abarca y trasciende sobre cualquiera de estos conceptos y que suavemente coloca, a quien se asoma en sus páginas, justo al borde del abismo del conocimiento. En sus páginas encontré el efecto balsámico que necesitaba para estos días además de poder comprobar, una vez más, como los sabios de antaño y en particular, el maestro Lao Tse, tenían razón en sus análisis de entonces y que bien valen para comprender y responder a los grandes problemas del ahora. El mundo cambia pero los problemas siguen siendo los mismos por lo tanto también sus posibles soluciones. Y resulta increíble comprobar cómo en un puñado de enseñanzas tan sencillas como las que se plasman en el Tao se pueden encontrar tantas respuestas. Porque en un librito escrito 500 años antes de la era cristiana se describe con asombrosa exactitud lo que está pasando hoy en día, que no está muy lejos de ser lo que pasaba entonces y lo que ha venido pasando a lo largo de toda la historia de la humanidad.
Por ejemplo, pensando en la actual crisis podemos leer lo siguiente: “cuando los ricos especuladores prosperan, mientras los granjeros se arruinan. Cuando los gobernantes dilapidan en armas en vez de en salud. Cuando la clase alta es extravagante e irresponsable mientras los pobres no tienen a dónde ir. Todo ello es latrocinio y caos” es como estar leyendo un certero análisis de lo que está pasando, y si seguimos leyendo nos da hasta las posibles soluciones cuando leo “abandono la economía y la gente se torna próspera. Si los impuestos son excesivos, la gente pasa hambre. Si el gobierno se entromete en demasía, la gente pierde su espíritu. Actúa en beneficio de las gentes. Confía en ellas. Déjalas solas". No se puede ser más certero en el análisis.
Y en un mundo donde la religión está llena de fanatismo y donde las armas son las razones que se imponen sobre la voluntad de los pueblos, el maestro dice: “Abandono la religión y la gente se torna serena. Cuantas más armas tengas, menos segura estará la gente”.

“Todos los ríos fluyen al mar porque el mar está más abajo de ellos. La humildad le otorga su poder. Si quieres gobernar a la gente, sitúate debajo de ella. Si quieres dirigir a la gente, debes a aprender a seguirla… “.
Saludos desde la Inopia, lugar libre de procesiones y al que siempre cabe recurrir cuando se necesitan y no se tienen las tan necesitadas vacaciones.
viernes, 15 de abril de 2011
El señor Bretaños.
Sin ti nada emerge a las divinas riberas de la luz, y no hay sin ti en el mundo ni amor ni alegría.
Lucrecio
Hace ya algunos años, más bien muchos que algunos, conocí a una persona que marcó para siempre lo que iba a ser, desde ese momento, mi vida, al menos en lo que se refiere a la lectura y el ímpetu por conocer. Era un pintor, en sus años de juventud bohemio y viajero incansable que, aunque quizás entonces no contara ni setenta años, parecía un anciano cerca del final de sus días. Su pelo y barba blanca proyectaban una imagen de sabio bohemio a la antigua usanza. Solo faltaba redondear su cara con unas gafas de cristales redondos para completar el tópico. Quizás se debiera a lo agitado de sus años de juventud más que a una sabiduría recogida a lo largo de cientos de experiencias vitales, pero lo cierto es que resultaba agradable a la vista. Lo veía siempre pintar en un piso que la inmobiliaria de mi bloque de viviendas le prestaba por las tardes, cuando las gestiones administrativas que llevaban a cabo cesaban. A través de la ventana y en verano, aprovechaba su cercanía para atrapar la luz en sus lienzos. Se llamaba Diego Bretaños, bajito, de complexión delgada y de aspecto algo barroco, era dicho personaje con el cual llegué a entablar una entrañable amistad. No hablaba casi nunca con nadie, su amistad con el gerente de la inmobiliaria le había hecho ser merecedor del préstamo de uno de los despachos de la misma sin plazos salvo el cierre, que se veía inminente debido a la falta de venta de pisos que gestionar. Conmigo hacía una excepción. Ante la continuada compañía que por las tardes compartía con este personaje, mis padres habían comentado con aquel caballero que andaban inquietos porque yo no hacía más que leer y dibujar cuando lo más normal para la edad era estar jugando en la calle. Hasta le llegaron a pedir por favor les diera algún consejo que terminara con mi excesivo interés por cosas para nada acordes con mi edad.
Al señor Bretaños, que así era conocido en el barrio, lo que más despertaba su curiosidad y simpatía era que leyera cualquier cosa que cayera en mis manos sin importarme ni el título ni si tuviera o no ilustraciones. Los motivos no vienen al caso, pero de aquella amistad entre adolescente y anciano prematuro surgió la posibilidad de acceder a un montón de libros, fotografías antiguas, postales de viajes, discos y toda una miscelánea de lo más variopinta. Pero lo con lo que más disfrutaba era con esos libros antiguos, de hojas amarillentas, sin ilustración alguna salvo en la cubierta, y que llamaban de manera increíble mi atención y avidez lectora. Todas las tardes de verano y finales de la primavera, cuando las vacaciones escolares eran, por fin, realidad, me invitaba a pasar un rato a su casa, un piso interior con muy poca luz, lo cual era la causa de que sus lienzos fueran pintados en el piso en préstamo. Tras una breve conversación durante la cual era tratado como una persona mayor –cosa que me encantaba, como a cualquier niño- el señor Bretaños tanteaba las viejas baldas de madera que sostenían a duras penas la acumulación de polvo y libros para al final dar con un ejemplar que me prestaba, siempre con el mismo consejo:
-Acuérdate siempre que estos libros no solo se leen con la mente si no también con el corazón. Deja volar tu imaginación y disfrutarás de veras con ellos.
Así pude leer, sin apenas enterarme del todo todavía, a E. Salgari, J. Verne, J. London, M. Strogoff, M Twain, D. Defoe y tantos otros clásicos de aventuras con los que me introduje en el apasionante y adictivo mundo de la lectura. Para mi estos autores significaban una invitación a la aventura, a dejarte llevar por un espíritu lleno de libertad y emoción, pero también una puerta que se abría de par en par al mundo de la creación literaria. No mucho después de los libros de aventura fui pasando, casi sin darme cuenta, a otro tipo libros que me fueron introduciendo poco a poco en lo que hoy más me fascina, que no es otra cosa que la condición humana.
Al principio no podría asegurar que entendiera gran cosa de aquello que leía, pero sí tengo la certeza de que poco a poco algunas de las ideas que plasmaban aquellos libros fueron grabándose en mi cabeza como semilla que guarda paciente a la espera de una primavera prematura que está al caer. La fascinación es algo consustancial en los niños y más cuando ésta se une a un ímpetu desmedido por conocer. Si algo te fascina cuando eres niño raramente nunca se olvida. La fe del señor Bretaños en las futuras generaciones llegaba tan lejos que cuando le devolvía alguno de los libros prestados, siempre me preguntaba qué es lo que más me había gustado y si había aprendido algo con lo leído, pues siempre estaba dispuesto a explicar aquello que no fuera entendido.
Después, como decía, a los clásicos de aventuras les siguieron otros libros que estaban directamente relacionados con el saber humano. De Jack London pasé a la lectura de algunos de los clásicos griegos más conocidos como quien cruza una calle, con la naturalidad de quien le gusta caminar. Insisto en la idea de que al principio no es que comprendiera gran cosa, pero de inmediato advertí que en aquellas páginas se encerraba una sabiduría que si había seducido a gente tan admirable y sugerente para mí como al señor Bretaños, algo maravilloso e importantísimo me esperaba cuando fuera mayor si lograba retener al menos una parte del saber guardado en aquellas páginas. Porque si algo define a los niños es el deseo de apropiarse de todo cuanto de valor ven en sus mayores más cercanos. Y así, seguí leyendo con un ímpetu desmedido todo lo que caía en mis manos, y quizás no lograra terminar todos los libros, ya no lo recuerdo, pero hasta anotaba aquello que me llamaba más la atención y no comprendía del todo en un cuaderno de notas que todavía conservo. Aún mantengo el recuerdo fresco de mis padres alarmados ante mi desbordante avidez lectora con exclamaciones tales como:
-¡Ah, pero sigues con esos extraños libros para adultos! ¡Nada bueno sacarás de ellos, sólo restar tiempo para lo realmente importante, tus estudios!
Durante esas suaves regañinas hacía como que no les escuchaba, siguiendo a lo mío, que no era otra cosa que abstraerme de todo cuanto sucedía a mí alrededor y seguir leyendo. Creo que, en el fondo, sentían cierto orgullo. Es admirable lo que se puede desatar en la fantasía de un crío cuando escucha las voces mudas de entre las páginas de un libro. Todo aquello cuanto leía me ayudó después a comprender mejor en una segunda lectura a todos estos autores para mí, todavía, venerados. Recuerdo que en mi cuarto, junto a las inevitables fotos de Bo Derek, figuraba una lámina romántica de Caspar David Friedrich en igualdad de condiciones, aunque con diverso ensoñamiento. Ese lienzo que muestra como un caballero del siglo XIX con bastón en mano da la espalda al espectador para contemplar, en silencio, el esplendor de la naturaleza. En aquella imagen me veía yo apartado del mundo y embelesado por aquello que me tenía atrapado por completo. Mi fascinación por el arte y el conocimiento hasta tal insospechada adicción fue inducida, sin ninguna duda, por el señor Bretaños, siendo aquella lámina de Friedrich uno de sus más preciados regalos y que todavía hoy conservo.

Estamos en abril, hace demasiado calor para las fechas en las que estamos y la contaminación cubre Madrid en forma de su singular y conocida popularmente como “boina”. Una vez finalizados los carnavales y, tras cuarenta días, llega la Semana Santa. Siempre me mantuve muy crítico e incluso llegué a la burla al contemplar como cada año estas masas de gente que poco entienden de lo que festejan o veneran se lanzan a la calle poseídas por un ímpetu irracional. Pero ahora con el paso de los años y a alguna que otra cana que asoma impertinente en mi cabeza, no solo en su exterior, si no también, y lo que es más relevante, en su interior, no me provocan ningún sentimiento de superioridad y desprecio sino más bien lo contrario, pues tengo la certeza de haber perdido casi por completo ese espíritu de inconformismo y rebeldía que me hacía creerme especial, cuando en el fondo tan solo era un mero disfraz con el que aliviar la desdicha que te produce la incomprensión de los que te rodean.


jueves, 14 de abril de 2011
Por la III República...
Aunque no soy muy dado a venerar ningún tipo símbolo, escudo, bandera, patria ni nación, pero por ser el día que es y sin que sirva de precedente y dadas las actuales (y mantenidas para mi gusto desde hace ya demasiados años) circunstancias de organización jurídica, administrativa y política de este país llamado España: ¡Ojalá venga la III República! Eso sí, de forma pacífica y democrática.

domingo, 10 de abril de 2011
Mi 12 + 1 Maratón de Madrid.
Se acerca el maratón de Madrid (MAPOMA2011), apenas quedan 7 días para que el domingo 17 de abril más de 11.000 corredores nos lancemos a la intrépida aventura de recorrer los 42 kilómetros y 195 metros que separan la línea de salida en el Paseo de Recoletos de la meta en el Paseos de coches del Retiro. Este domingo pasado terminé la media maratón, también por las calles de Madrid, cuyo participación tiene el doble sentido de, primero, disfrutar corriendo y, después, preparar por medio de una prueba bastante exigente, como es ésta, mi próximo maratón. El crono no fue demasiado malo (1h38´26¨), aunque en otras ocasiones fuera mejor (he llegado a terminarla en 1h30´) pero lo verdaderamente importante como siempre era pisar meta con la sensación de haber disfrutado, una vez más, del acto de correr junto a otras miles de personas que comparten conmigo una misma afición.
Al margen de mis entrenamientos preparatorios para la gran fecha del 17 de abril, durante estos últimos días he estado leyendo un libro que también se puede incluir en parte de este proceso. Se trata de "De qué hablo cuando hablo de correr" de Haruki Murakami. Aunque leyendo el título y viendo la portada del mismo se pueda pensar que cuando el autor habla de correr no escribe sobre otros temas que no estén relacionados con este hecho, nada más lejos de la realidad, puesto que si bien sobre todo habla del acto, para él cotidiano y rutinario, de correr hay otros aspectos tan importantes como este que también toca: su vida como escritor, su juventud, los tiempos en que regentaba un garito de jazz, sus novelas, sus procesos creativos y sobre lo que ha sido su vida desde el instante que decidió hacerse corredor y escritor, ya que ambos hechos van parejos y todavía siguen siendo inseparables en la vida de Murakami.

El título del libro, tan ambiguo como ambicioso en su planteamiento, es un sentido homenaje a ese grandioso creador de cuentos modernos, Raymond Carver, que con tanto sentido e intención elegía los títulos para sus recopilaciones de relatos como en “De qué hablamos cuando hablamos de amor” o “¿Quieres hacer el favor de callarte por favor?”. Y trata precisamente de lo que anuncia el título, de correr y del significado que tiene para Murakami este hecho. Porque, de no haber sido corredor, seguramente sus libros no serían lo que son. Podrían ser mejores o peores, pero serían distintos. Porque correr por placer es mucho más que un deporte, forma parte de una filosofía concreta de vivir la vida.
“De qué hablo cuando hablo de correr” es uno de esos libros que parece que el autor lo hubiera escrito pensando en ti. En tu forma de ser, de entender el deporte y, de alguna manera, de entender la vida. También puede ser una lectura muy recomendable para todas aquellas personas que no acaban de entender porque estamos tan enganchados a esa pasión tan absurda de sufrir corriendo. No sería la primera vez que al finalizar una carrera popular, en el trabajo, o hasta en el entorno familiar, he tenido que escuchar eso de ¿y en qué puesto has quedado? pues si no tienes opción de quedar entre los primeros para qué corres... no tengo palabras... Porque, entre otras cosas, correr por correr significa para mí un hecho insustituible en el que encuentro una paz y un vacío mental que no llego a encontrar, por lo menos de una manera tan sencilla, por otros medios. Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, este vacío mental me facilita limpiar la mente para ocuparla mientras corro con nuevos pensamientos y reflexiones libres del molesto ajetreo y estrés diario. Lo cual me produce una sensación muy agradable ya que consigo poner en orden aquello sobre lo que necesito tomar decisiones o, simplemente, tener presente de manera clara y ordenada. Por lo tanto, correr para mí adquiere un significado doblemente placentero: por un lado disfrutar con uno de los deportes que más me gusta y por otro, tomarme un tiempo alejado "del mundanal ruido" en el que puedo dedicarme a pensar. Corro mientras pienso o pienso mientras corro.

Como decía al principio tan solo me quedan unos días para mi gran reto deportivo a nivel personal del año: una nueva maratón y esta ocuparía la 12 + 1. Y como para Murakami, “Participar en una maratón y acabarla es para mí lo esencial. Alcanzar la meta, no caminar y disfrutar de la carrera: éstos son, en ese orden, mis tres objetivos fundamentales.”
Por cierto, no quiero cerrar esta entrada sin recomendar la extensa literatura de este escritor y corredor de maratones japonés. Aunque entre las obras que he tenido el placer y la oportunidad de leer (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Kafka en la orilla, Tokio blues y la recopilación de relatos cortos Sauce ciego, mujer dormida, además de por supuesto De qué hablo cuando hablo de correr) si tengo que elegir una esta sería Tokio blues.
lunes, 4 de abril de 2011
LA INSOLENCIA DE MOVERTE EN BICI.

Cada vez tengo más la sensación de que cuando haces algo que va en contra de la forma de entender las cosas de la mayoría eres tomado coma una especie de enemigo al que si no derrotar, si desprestigiar, criminalizar y, sobre todo, considerar como un rara avis que perturba el “orden” del sistema (social) establecido (impuesto). Y digo esto porque cada vez que me subo en mi bici plegable (o la meto conmigo en un vagón de tren o metro) para ir a trabajar soy contemplado como un insolente, un bicho raro por el que hay que sentir vergüenza ajena (tal es su atrevimiento). Por lo menos esa es la sensación que tengo ante las miradas o reproches que suscita el hecho de ver a un tipo sin vestirse de deportista (es decir, con ropa de calle nornmal) subido en una bici que no es de montaña ni de “carreras” surcando, carriles-bici (invadidos casi siempre por peatones), calzadas y aceras (cuando no hay más remedio). Eso en el mejor de los casos, en los peores puedes ser insultado y avasallado (esto último por vehículos de tracción motora) como si de un delincuente se tratase. Y es que Madrid es territorio esquivo para las bicicletas a nivel de comprensión ciudadana y a nivel de diseño urbano. Por eso, los ciclistas ciudadanos que nos atrevemos a desplazarnos en bici deberíamos ser tomados por héroes en vez de por villanos: hacemos ejercicio, tardamos menos en llegar, no contaminamos y solemos ser gente afable y, sobre todo, concienciada con la problemática ambiental en la que se hallan sumergidas grandes y pequeñas ciudades. Sin embargo, constituimos un colectivo que llevamos el peligro en los talones porque circular en bici por Madrid y alrededores es una temeridad. Los carriles habilitados para las bicicletas son más que insuficientes, muchos de ellos están en mal estado y no recorren las vías más importantes.
Hace más de 40 años que el pensador Ivan Illich escribió en su libro “Energía y equidad” que "el varón norteamericano típico consagra más de 1500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, los seguros, las infracciones y los impuestos para la construcción de carreteras y aparcamientos. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él o trabaja para él. Sin contar con el tiempo que pasa en el hospital, en el tribunal, en el taller o viendo publicidad automovilística ante el t.v. Estas 1500 horas le sirven para recorrer 10.000 kms, es decir 6 kms por hora. Exactamente la misma velocidad que alcanzan los seres humanos en los países que no tienen industria del transporte. Con la salvedad de que el americano medio destina a la circulación la cuarta parte del tiempo social disponible, mientras que en las sociedades no motorizadas se destina a este fin sólo entre el 3 y el 8%".
6 km/h es aproximadamente la mitad de la velocidad que desarrolla un ciclista con la única ayuda de sus piernas dando pedales. Por eso, hoy en día, estas palabras siguen siendo tan válidas como entonces, excepto que ahora se podrían aplicar a la práctica totalidad del mundo desarrollado. Hoy sabemos también que el uso compulsivo del automóvil es uno de los mayores responsables del aumento imparable de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la pérdida de habitabilidad de las ciudades, de las enormes pérdidas de tiempo provocadas por los atascos, de que las calles hayan dejado de ser lugares transitables y agradables y, sobre todo, del enorme estrés al que viven sometidos los habitantes de las grandes ciudades.
6 km/h es aproximadamente la mitad de la velocidad que desarrolla un ciclista con la única ayuda de sus piernas dando pedales. Por eso, hoy en día, estas palabras siguen siendo tan válidas como entonces, excepto que ahora se podrían aplicar a la práctica totalidad del mundo desarrollado. Hoy sabemos también que el uso compulsivo del automóvil es uno de los mayores responsables del aumento imparable de las emisiones de gases de efecto invernadero, de la pérdida de habitabilidad de las ciudades, de las enormes pérdidas de tiempo provocadas por los atascos, de que las calles hayan dejado de ser lugares transitables y agradables y, sobre todo, del enorme estrés al que viven sometidos los habitantes de las grandes ciudades.
¿Por qué entonces no se pone remedio? Quizás poniendo los medios para favorecer, en vez de entorpecer, un mayor número de ciudadanos se decantarían por la bici (ejemplos en otras ciudades los hay de sobra). Quizás, también, al ser más los que prefiramos las dos ruedas a pedales en vez del coche empezaríamos a conformar una mayoría suficiente para no constituir una insolencia.
La bici merece un respeto y un trato preferente por parte de las autoridades. Despojémonos de prejuicios y acojamos a la bici como la mejor solución para los desplazamientos cortos en nuestras ciudades.
martes, 22 de marzo de 2011
Historia de un calvo peludo.

Este relato lo escribí hace más de un año para un certamen convocado por una multinacional de la depilación, cuya trama debía versar sobre esta estética tan sufrida y tan de moda en nuestros días. Evidentemente no ganó, pero ojeando cosas escritas hace tiempo he topado con el y como me sigue pareciendo gracioso, aquí lo dejo:
Ahora que me veo frente al espejo y contemplo al tipo que me mira no puedo creer que seamos los mismos. Sí, es cierto, seguimos siendo calvos, pero algo ha cambiado entre nosotros. Ya no siento cierta repulsa que me hacía apartar la mirada hacia otro lado en esos momentos en los que se necesita irremediablemente utilizarlo en tareas tan cotidianas como el afeitado. Cosa que solía traer consecuencias bastantes trágicas pues suelo afeitarme con cuchilla.
Pero no crean que ha sido fácil llegar a esta idílica situación, ni mucho menos, lo nuestro sería impensable hace tan solo unos meses. El Paco del espejo y el Paco de carne y hueso fueron una pareja muy mal aguerrida, cuyas broncas cotidianas eran conocidas por todos los miembros de la familia. De hecho, mi mujer llegó a pensar que me faltaba algún tornillo e incluso llegó a aconsejarme unos días de descanso y meditación a solas…
La historia de esta tardía reconciliación se remonta allá por mi lejana adolescencia, cuando en la misma proporción en la que me iban saliendo granos en las más puñeteras partes de mi rostro se iban cayendo pelos de mi cabeza. Nunca entendí este peaje: pasar de la adolescencia a la juventud con la tortura añadida a la voz de gallo, de los granos, de la total incomprensión del mundo mundial y del despertar sexual (entre otras) de empezar, también, a perder pelo de la cabeza y más cuando tus colegas heavies lucían orgullosos sendas melenas. A partir de aquí mi testa se fue despoblando a igual velocidad que iba tomando sitio en otras partes de mi cuerpo ingentes cantidades de rebelde pelaje – o vello, si bien nunca me gustó esta palabra, ya que de bello no tiene nada-.
Así, mi espalda se iba pareciendo más a la de un orangután, mi pecho al de un chimpancé, mi piernas a las de un gorila y mi cabeza… mi cabeza, limpia y reluciente cual testa de cualquiera de esos insignes calvos famosos, que no dudé en listar y colocar sus fotografías formando un magnífico collage junto a un póster de Yul Breiner, calvo entre todos los calvos. Y allí fueron añadiéndose hasta mi madurez las fotos de otros calvos famosos como Kojac, el calvo del atún Calvo, el calvo de Telecinco (ahora en la sexta, aunque siempre será para mí el calvo de Telecinco) y ese otro calvo que ya ha pasado a ser icono de la calvicie, me refiero al Calvo de la Lotería (tristemente sustituido por un perro peludo). Esto, aunque pudiera parecer gracioso tenía la honrosa misión de intentar elevar mi autoestima y lucir con la mayor serenidad posible mi más absoluta calvicie.
Pero si bien pude superar el tener despejada mi cabeza de la nunca a la frente no conseguía quitarme ciertos complejos añadidos de mi otro “problema” relacionado con todo lo contrario. Y es que tener tanto pelo en el resto del cuerpo empezó a ser un problema desde que de joven no me quedaba otro remedio que lucir palmito peludo en piscinas y playas. Y digo esto porque hasta el aplicarme crema bronceadora era un problema con tanto pelo. No digamos de las miradas del resto del personal. En aquellos inolvidables momentos no dejaba de pensar en mis compadres, los orangutanes de los zoos, allí acurrucados en sus jaulas a expensas de las miradas presas de asombro de niños y mayores.
Todo cambió cuando animado por un compañero de trabajo, no sin muchas reticencias, me inscribí en un gimnasio de musculación, o en su versión más moderna, salón de fitness. La verdad es que estaba llegando a ese punto de la madurez cercano a los cuarenta años en los que la inactividad se comienza a notar en forma de cúmulos de carne sebosa que, destacando sobre todo en aquella parte del cuerpo que se encuentra a la altura del ombligo, van apareciendo sin que apenas podamos hacer nada por impedirlo si no cogemos el toro por los cuernos y nos enfrascamos en la operación “berenjena”. Parte importante del triunfo o no de esta operación corresponde a la predisposición deportiva que tengamos. Y es ahí donde entró mi inscripción gimnástica.
Nunca podré olvidar mi primer día. Rodeado de robustos y esbeltos monitores de ambos sexos con ropa ajustadísima y marcando cachas, –imagino que para que nadie olvidase para que estábamos allí- no pude centrarme en otra cosa más que en las piernas, pechos y espaldas depiladas tanto de los monitores como de la mayor parte de los usuarios. Me corroía la envidia al contemplar aquel espectáculo de masa muscular envuelta en sudor pero limpia de pelos. Tampoco será fácil olvidar, supongo, para los que allí se encontraban mi primera entrada triunfal en el gimnasio: bermudas playeros, chanclas y camiseta estampada con esa cara internacionalmente conocida con el rótulo de “be happy”. Invitados al festín de miradas y medias sonrisas estaban, obviamente, mi inseparable masa forestal velluda, que asomaba indiferente por piernas, brazos y comienzo del cuello. “Tierra trágame” pensaba en esos momentos, pero haciendo acopio de voluntad y serenidad inquebrantable me dispuse a realizar los ejercicios de la tabla que muy amablemente me entrego a mi llegada uno de los monitores.
Cuando llegué a casa me encerré bajo siete llaves en el cuarto de baño. Allí busque hasta encontrar el “kit de depilación” de mi santa esposa. No podía permitir ni un día más ser orangután entre tanto delfín. Lo que no podía imaginar es que doliera tanto. Sentado en el borde de la bañera con las piernas hacia dentro procedí a la voz de “¡Ánimo valiente!” a tirar de una vez y sin reparos de las tiras adhesivas colocadas estratégicamente a lo largo de mis velludas piernas. “¡Qué dolor, Dios!” y cuanto sufrimiento, pensaba para mis adentros, el que soportan las mujeres en pos de no tener pelo declarado en rebeldía que las menoscabe su innata y natural belleza. Las lágrimas escurrían por mis mejillas cuando, ahogando los gritos de dolor mordiendo una toalla, procedía sin prisa pero sin pausa a arrancarme todos y cada uno de los malditos pelos. Pero si esto estaba siendo una tortura china no podía imaginarme lo que sería utilizar el mismo procedimiento en el pecho y la espalda. Menos mal que no necesitaba de ingles brasileñas… ¡Dios qué dolor!....
Cuando mi mujer me vio salir del baño con la cara compungida y las piernas rojas como tomates, no pudo evitar echarse a reír. Maldita la gracia que me hacía, aun comprendiendo que en su caso yo también me destornillaría.
-Pero hombre de Dios porque no me dijiste nada…jajajajajaja… hay otros métodos menos dolorosos…jajajajaja.
Sin dejar de reír me introdujo con sabios consejos en el mundo de la depilación. Me informó sobre los distintos métodos que existen para depilarse en casa, desde la cuchilla de afeitar pasando por las espumas y cremas depilatorias hasta llegar al método entre los métodos: ¡la depilación láser! Aunque esté método lo desestimé por el momento, ya que prefería intentarlo primeramente con métodos, digamos, más caseros.
Para la espalda y pecho utilicé la cuchilla. Embadurnado en crema de afeitar me dispuse a dejar con la misma suavidad que habían quedado las piernas estas sufridas partes de mi cuerpo. Para el pecho no hubo problemas, lo peor vino con la espalda pues no sabía muy bien cómo llegar a todos sus rincones. Mil posturas fueron necesarias y ni aún así pude acabar con todos los malditos pelos. Menos mal que cerca estaba mi mujer a quien, aún costándome aceptar su ayuda, no me quedó más remedio que agradecerla.
Por fin estaba depilado de cuerpo entero. Calvo de la cabeza a los pies. Desnudo frente al espejo observaba con una mezcla de extrañeza y satisfacción al hombre nuevo que me devolvía el reflejo. Pero claro, y como más tarde me diría mi santa esposa con ese “¡ya te lo decía yo Paco!” lo peor estaba por llegar. Al cabo de unos días tuve que bajar una noche a buscar una farmacia de guardia para que me vendieran algún remedio que me aliviara del insoportable picor que sentía por todo el cuerpo. Los pelos rasurados crecían como agujas hacia dentro. “¡Madre mía qué picor!” Y otra vez volvía a escuchar ese “ya te lo decía yo Paco”. ¿Por qué no le haría caso desde el principio? Cómo somos los hombres dirán casi todas las mujeres…
Después de tanto sufrimiento solo había conseguido estar suave como la piel de un culito de bebé no más de dos días. Mi moral que siempre había estado a la altura del Alcoyano ahora se situaba al mismo nivel del dedo meñique de mi pie derecho. Pero no estaba a dispuesto a sufrir tanto para recibir tan poco y durante tan poco tiempo. Me encontraba a punto de tirar la toalla contra el espejo cuando cayó en mis manos un folleto publicitario sobre depilación láser que, seguramente, muy sabiamente habría dejado caer mi esposa por allí como si por arte de magia se tratara. Cómo son las mujeres pensaremos casi todos los hombres ¿verdad? Dejé la toalla en su sitio para leer atentamente las distintas soluciones que había para cada caso. Aquello fue como ver las puertas del cielo abiertas de par en par. Por fin una solución definitiva que pusiera fin a mis penurias estéticas ¡y sin dolor!
Tras varias sesiones terminé con un problema y encontré la llave que me abriría de nuevo las puertas de la autoestima perdida, del reencuentro con mi otro yo sin pelo, pero feliz. Calvo de la cabeza a los pies. Ahora sería la envidia del salón de fitness.
Ahora somos dos, puesto que mi ahora es mi yo peludo el que de vez en cuando se presenta ante mí como un fantasma, pero estoy, como diría San Agustín, en los dos por completo y, esto lo digo yo: feliz.
domingo, 13 de marzo de 2011
Más microrelatos.

EL ESPEJO.
Cuando se levantó aquella mañana lo primero que hizo, como siempre, fue comprobar que efectivamente el suelo seguía bajo sus pies. Una vez hecho esto y después de estirar su cuerpo se dirigió hacia el baño. Ante el espejo su otro yo le miraba con un gesto que él interpretó como retador ¿A cuento de qué aquél tipo le retaba? ¿Y si ambos eran la misma persona, cómo podía retarse a sí mismo? Al terminar con todas aquellas preguntas estúpidas que le venían a la cabeza, y con cierto tono de superioridad, se atrevió por fin a decir lo siguiente:
-Aunque seas más guapo, más listo y hasta más fuerte que yo sigues siendo igual de viejo. Pero lo mejor es que la mujer que deseas y que duerme plácidamente en la habitación de al lado nunca lo hará contigo.
Una vez más volvió a llenarse de autoestima.

EL PERRO.
Miró a su perro y, una vez más, volvió a sorprenderse. Siempre pensó que a aquél animal solo le faltaba la cualidad del lenguaje, el humano, por supuesto. Su mirada, sus gestos, sus movimientos de cola, sus ladridos, todo el compendio de medios para intentar comunicarse que utilizaba su perro le maravillaba aunque no llegaba nunca a comprender.
El perro, como en otras ocasiones, parecía querer decirle algo, pero como siempre ni con miradas de profundidad inigualable, ni con movimientos de cola y ladridos de lo más elocuentes, parecía encontrar la manera de ser entendido. A pesar de todo el esfuerzo su dueño seguía con la perplejidad de costumbre.
Así pues, también como de costumbre, se dio media vuelta y optó por tumbarse resignado en el lugar de siempre, comprobando por enésima vez cómo su dueño seguía siendo tan humano como el resto.
ZAPPING.

Recostado sobre el respaldo del sofá pasaba sobre una cadena tras otra con el mando del televisor empuñado en su mano derecha. Imagen tras imagen los programas televisivos aparecían y desaparecían fugaces ante su mirada. Ahora hacia delante, ahora hacia atrás, repetía y repetía la misma operación sin dejar sintonizado un canal determinado. Su mujer, sentada junto a él, empezaba a irritarse. Contemplaba la escena atónita sin saber muy bien si su marido se había vuelto loco o es que a lo mejor le había dado un tic nervioso en su mano y por eso no podía dejar de cambiar de canal.
Cuando la mujer comenzó a notar que aquello no era normal y que su marido parecía haber perdido la razón desenchufó de un tirón el cable que alimentaba el dichoso aparato diabólico, pues parecía querer apoderarse de su marido. Y aún así, con la pantalla totalmente en negro su marido seguía erre que erre dándole al zapping. Fue entonces cuando la mujer le arrebató el mando a distancia y lo arrojó por la ventana. El marido se levantó, se estiró y dándole las buenas noches se marchó a la cama. Su mujer quedo atónita mirando como su esposo se marchaba como si no hubiera sucedido nada.
LAS LLAVES DEL PARAÍSO.

Vivo en el paraíso -pensó-. No puedo pedirle más a la vida. Me ha dado todo lo que podía esperar de ella y más. Soy feliz, inmensamente feliz. Soy la envidia del resto de los mortales, todos quisieran ser como yo. Bien parecido, joven, con estudios, rico, famoso, casado con una bella mujer. El resto de las mujeres también me desean, los hombres me envidian, mis empleados me veneran y soy como una especie de dios para ellos.
Mientras seguía con sus autoalabanzas se echó la mano al bolsillo. Su cara cambió por completo. De la serenidad pasó al nerviosismo. Su preocupación se hacía cada vez más evidente. En la sala de dirección que presidía, sus directivos miraban con gesto de extrañeza y preocupación la escena que tenían ante sus atónitos ojos. No comprendían que le estaba pasando a su admirado y venerado director general.
Mientras tanto, el hombre feliz siguió buscando y buscando en cada uno de los bolsillos de su impecable traje de diseño. Cuando la desesperación dejó paso a la aceptación de los hechos, su garganta expulsó un grito de angustia: ¡He perdido las llaves, las llaves del Paraíso!
viernes, 11 de marzo de 2011
Últimas noticias.

En esta playa en la que me encuentro bañada por la procelosa mar de las ondas cibernéticas no dejan de llegar noticias descifradas de su primigenia naturaleza binaria. Llegan hasta mí como botellas con mensaje, dejándose arrastrar por la corriente hasta desembocar en la pantalla de mi PC. Escojo solo unos pocos, ya que es tal la cantidad de botellas con mensaje que me sería difícil plasmar todo lo que cuentan.
Leo:
“El papa afirma que Cristo fundó la separación entre política y religión”. Quedo noqueado ante tal afirmación ¿Acaso los seguidores del cristianismo no han hecho otra cosa más que política desde la fundación de su Iglesia? ¿Acaso no ha sido hasta hace relativamente poco tiempo cuando Iglesia y Estado se han desvinculado (aunque no del todo)? Visto lo escrito por su Santidad no es que hayan hecho mucho caso a la figura más representativa del cristianismo, o sea sé Cristo. Pero ahí no queda la cosa, el papa sigue con su libre interpretación de la historia del cristianismo asegurando que “solo la verdad puede llevar a la liberación del ser humano y que las grandes dictaduras únicamente viven gracias a la mentira ideológica”. Y ahí es cuando de verdad lo clava, pues tengo que reconocer que este papa, al margen del temor que me sigue infundiendo su careto, me cae bien. La afirmación de que “su verdad” nos hará libres es el mensaje que ha venido manteniendo la Iglesia católica durante los siglos de los siglos (amén), aunque todavía seguimos esperando esa "verdad" que nos haga libres del todo, pero su tesis sobre la perduración de las dictaduras en el tiempo es donde verdaderamente se “sale”. Decir que su sustento vital es la “mentira ideológica” es reconocer por fin, y nada menos que por su máximo mandatario, que la dictadura de la Iglesia no ha hecho otra cosa que mentir a sus seguidores. Lo dicho, este papa es la “caña”.
Sigo leyendo:
“La UE quiere prejubilar el estrés laboral” (público.es, 10-03-11). Pues ya puestos podrían prejubilar también la corrupción, los altísimos sueldos, el absentismo injustificado y la falta de preparación de muchas de sus señorías. Y puestos también a prejubilar porque no prejubilan también la desigualdad, la pobreza, el hambre, la injusticia el machaque constante y premeditado al medio ambiente, etc.… Seguro que si quieren, pueden.
Todavía hay más:
“La policía investiga en el convento de monjas de clausura Santa Lucía de Zaragoza el presunto robo de un millón y medio de euros, que la comunidad cisterciense guardaba en efectivo en el cenobio, situado en el barrio de Casablanca de la capital aragonesa”. Nada más y nada menos que 1,5 millones de euros en metálico, en bolsas de basura, en una especie de armario y en billetes de 500. Joder con las monjas. Pensaba que el voto de pobreza y austeridad formaba parte de estos lugares de recogimiento espiritual y rezo, y no que algunos conventos se dedicaban a la ocultación de ingresos, a su necesario, por lo tanto, blanqueo y la correspondiente estafa a Hacienda. Debe ser que Hacienda somos todos menos Dios y sus servidores/as. ¿Qué pensarían hacer con tanta pasta? ¿entregarla a los “pobres”, comprar décimos de lotería premiados, pasar de los “sorcitroen” a los mercedes, instalar jacuzzis en sus celdas?
Y eso no es todo:
“Tras la recesión ha venido un año de récord de multimillonarios” (público.es 10-03-11). Al parecer la revista Forbes ha contabilizado 1.210 personas con un patrimonio superior a los mil millones de dólares. Siendo la fortuna media de estos “seres tan especiales” de 3.700 millones de dólares, 200 millones más que en 2010 y 700 millones más que en 2009. El monto total de las fortunas, según Forbes, es de 4,5 billones de dólares, todo un récord respecto a años anteriores. Crisis what crisis? Será para algunos/as, como siempre, para qué nos vamos a engañar. Cuantos más pobres más ricos, la infame ecuación nunca falla. O como dice el refrán: “en río revuelto ganancia de pescadores”.
Y También:
“Zapatero defiende ante el Eurogrupo alinear salarios y productividad” (elpais.com 11-03-11). Esto sería una buena medida si se empezase a aplicar a parlamentarios, autonomoparlamenatarios, europarlamentarios, ministros, concejales, directores, subdirectores y cargos de confianza varios. Es decir, el que no cumpla con los compromisos adheridos a su cargo ni trabaje las horas necesarias para el cumplimiento de dichos objetivos que vea como disminuye su salario de manera proporcional a su incompetencia, pues no hay nada como dar ejemplo.
Y para finalizar:
“El consejero de Transportes de la comunidad de Madrid ha dicho que el metrobús no existe” (elpais.com 11-03-11). Me sumo a los miles de internautas que han bombardeado la red contestando al señor consejero: “El metrobús no existe son los padres”.
Dejo de descorchar botellas y descifrar mensajes. La recalentada actualidad me está quemando una vez más...
domingo, 6 de marzo de 2011
Verano. John Maxwell Coetzee.
Acabo de terminar Verano, la tercera y última hasta la fecha novela utobiográfica del escritor sudafricano y premio Nobel de literatura John Maxwell Coetzee. Anteriormente había leído Desgracia, siendo esta novela la que me "enganchó" a seguir con la lectura de este magnífico escritor, por lo que no tardaré mucho en proseguir con el resto de la obra creativa de Coetzee.
En Verano, a diferencia de las anteriores entregas del proyecto autobiográfico Escenas de una vida de provincias, Infancia y Juventud, (las cuales aunque he leído sobre ellas no he tenido todavía la oportunidad de leer al completo) Coetzee sigue con la reconstrucción de su biografía con las opiniones de cinco personas que lo conocieron durante aquellos años, cuatro de ellas mujeres con las que tuvo relaciones. Para construir la trama imagina que está muerto y que un biógrafo está tratando de retratar cómo era su vida en la época en la que escribió sus dos primeros libros, Tierras de Poniente y En medio de ninguna parte, entre 1971 y 1977. El biógrafo tiene que trabajar con sólo unos fragmentos de memorias; algunos que quizá no son fiables. De modo que parte en busca de personas que conocieron a Coetzee en aquellos años para entrevistarlos. La mayor parte de la novela consiste en las transcripciones de dichas entrevistas.
Es esta, pues, una novela camuflada de autobiografía o autobiografía camuflada de novela se nos propone un excelente ejercicio literario y, a la vez, un juego divertido. A partir del proyecto que prepara un periodista para elaborar la biografía de Coetzee al poco tiempo de su muerte, se nos va mostrando por medios de una selección de entrevistas a cinco personas que conocieron al famoso difunto escritor las opiniones y las anécdotas vividas. Así el periodista entrevista a una amante que tuvo, Julia, que no tiene muy buena opinión de él: “Dos autómatas inescrutables, cada uno de los cuales mantiene un inescrutable comercio con el cuerpo del otro: así me sentía en la cama con John. Dos empresas independientes en marcha, la suya y la mía. No puedo decir cómo era su empresa conmigo, pues me resultaba opaca. Pero para resumir: el sexo con él carecía por completo de emoción”. La siguiente en entrevistar es a suprima Margot: “¿Por qué será que el cuerpo de su primo no la calienta? No solo no la calienta, sino que cree extraerle su propio calor corporal. ¿Es por naturaleza incapaz de emitir calor como es asexuado?”. Entrevista a una brasileña emigrante en Sudáfrica, profesora de baile latino, Adriana, cuya hija lo tiene como profesor de inglés: “Pero le faltaba una cualidad que una mujer busca en un hombre, una cualidad de fuerza, de virilidad; No, no era neutro, solitario. No estaba hecho para la vida conyugal (…) ¿Cree que debería sentirme halagada porque quiere que aparezca en su libro como la amante de Coetzee? Se equivoca. Para mi ese hombre no era un escritor famoso, no era más que un profesor y, además, un profesor sin título” El siguiente es Martin, profesor con el que compitió y perdió, por una plaza de enseñante. Termina con Sophie, la amante que resulta más comprensiva con el nobel sudafricano.
A partir de los relatos de los entrevistados Coetzee organiza una mirada cargada de cruel humor autocritico sobre sí mismo, además de ir dejando sobre algunas de las páginas el más sincero y ácido análisis de su país, el apartheid, el desarraigo de sus habitantes que, por mucho que se reclamen hijos de esa tierra, nunca lo serán. Otro de los aspectos importantes en los Coetzee fija su análisis son la gente común, como su padre y de la relación con él, algo que parece obsesionarle: “No, claro que John no quería a su padre, no quería a nadie, no estaba hecho para amar. Pero tenía un sentimiento de culpa con respecto a su padre. Se sentía culpable y, en consecuencia, cumplía con su deber”. Tampoco escapa de su despiadado juicio él mismo, pasando por alto su faceta literaria para centrarse en un tipo paleto, soso, poco atractivo para las mujeres, de escasas palabras y tan vulgar y simple en lo humano como cualquiera de los habitantes de Ciudad del Cabo.
Por tanto estamos ante una original y sorprendente autobiografía de uno de los escritores más importantes de nuestro tiempo que desmitifica el rol de escritor de exito descendiéndolo a la tierra. La árida y dolorida tierra de Sudáfrica. Un cambio de registro en uno de los autores que, según todos los críticos, mejor han sabido plasmar la soledad, el dolor y la amargura del ser humano donde un espléndido Coetzee se rié de sí mismo aunque deslice, a través de ese género literario que es la falsa entrevista, pensamientos demoledores sobre él su familia y su tierra: “Teníamos un derecho abstracto a estar allí, un derecho de nacimiento, pero la base de ese derecho era fraudulenta. Nuestra presencia se cimentaba en un delito, el de la conquista colonial, perpetuado por el apartheid. Nos considerábamos transeúntes, residentes temporales, y en ese sentido sin hogar, sin patria”. Pura declaración de principios coetzianos.
Por tanto estamos ante una magnífica novela autobiográfica de ficción que recomiendo fervorosamente.
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