
Como el hombre de negro que camina sobre un mar de nubes, de Caspar David Friedrich, dando la espalda a quien le contempla, a veces me surge la necesidad de hacer lo mismo. Dar la espalda a todo lo infame y maldito de este mundo y contemplar obnubilado solamente lo sublime de la belleza. Eso tan subjetivo y abstracto que nos eriza la piel y nos faltan palabras para describir lo indescriptible.
Porque la realidad es tan cruda a veces, o cocida, precocinada o más bien recalentada mil veces, que lo único que, sensatamente, cabe proceder es darle la espalda y continuar eperando a que aquella pelota que lanzamos al aire cuando éramos niños caiga, de nuevo, al suelo.
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