Desde que trasladaron el ventilador al apartamento de la playa, el sopor se había adueñado de de todo el salón. Para el sillón con orejas empezaba a resultar insoportable pasar una noche más sin aquél viejo aparato que, además de ser un buen conversador, refrescaba el ambiente con el movimiento acompasado de sus aspas. Podíamos considerar que ambos, debido a los años que habían pasado juntos eran buenos y entrañables amigos. No podríamos decir lo mismo de la librería y el mueble bar. Sus disputas eran continuas. La una, se las daba de culta e ilustrada además alardear de estar creada para una función mucho más noble. El otro, presumía de cuantas botellas de distintas procedencias y sabores sostenía.
Pero cuando la discusión subía de tono allí estaba, para alumbrar y disipar cualquier tipo de dudas en cuanto a quien le correspondía la razón, la enorme lámpara que colgaba del techo. Otros muebles que intervenían poco en las discusiones pero no dudaban en chismorrear sobre unos y otros, eran el tresillo, la mesita baja, la mesa de comensales, el televisor y el equipo estéreo.
Todo cambió cuando instalaron el aparato de aire acondicionado pues, aunque un poco engreído debido a su modernidad y la alta tecnología con la que había sido fabricado, a partir de sus instalación en un lugar privilegiado desde donde se divisaba toda la sala, introdujo ese punto de rebeldía, desparpajo, algo de ingenuidad y frescura que aportaba su juventud . Desde ese momento un soplo de aire nuevo renovó aquél anticuado y viejo salón.
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